capitulo 16

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Esto es lo que me pregunto ahora.
¿Qué valor tiene la experiencia? ¿Y cuál es su precio?
Y no es en absoluto la misma pregunta. Una está relacionada con la trascendencia, la otra con el sacrificio.
Estamos tan acostumbrados a pagar un precio —en la compra semanal, por nuestra salud, nuestros  errores,  nuestras  indiscreciones,  y otros pecados, afrentas y delitos menores—, que nunca nos cuestionamos cuánto, o quién decide cuánto es eso y por qué. Y, como cultura, parecemos obsesionados con lo que se ha perdido —ya sea la inocencia, la intimidad, los privilegios, la seguridad o el respeto— y rara vez con lo que se ha ganado.
Nadie, absolutamente nadie puede decirme cuánto vale mi experiencia. Nadie más que yo. Es algo que solo yo puedo saber, entender y sentir. Es algo que solo yo puedo sopesar, medir y  cuantificar. Algo  que puedo elegir transmitir a otros o guardarme para mí. Y esa elección es mía     y solo mía. Soy libre de decidirlo. Es mi responsabilidad    defenderla.
Más vale que no nos andemos  con rodeos. Estamos  hablando de sexo. De follar. Y eso es algo que todo el mundo hace. Ya sea en público    o en privado. Más  o menos. Tradicional  o imaginativo. Solo o en pareja o   en grupo. Con personas del mismo sexo o del opuesto. Y en la práctica, por lo general, varias o todas las opciones anteriores combinadas. Nuestra sexualidad es al menos tan compleja como nuestra  personalidad;  tal  vez más, incluso, porque implica a nuestro cuerpo, no solo a nuestra mente.
No estamos hablando de ciencia, sino de ser. Y por eso no confío especialmente en las conclusiones de gente como el doctor Kinsey y el   doctor  Freud,  sobre  todo  en  lo  concerniente  a  las  mujeres.     Porque,
¿cómo se puede cuantificar o categorizar el deseo? ¿Cómo se pueden hacer juicios de valor sobre lo que es bueno o malo para la gente, para  el  individuo, en función de cómo se siente? ¿En función de cómo follan?
Todos somos frikis. En secreto. Bajo la piel. En la cama. Tras las puertas cerradas. Cuando nadie mira. Pero cuando alguien está mirando,

o cuando alguien lo sabe, entonces es cuando hay un precio que pagar. Un precio que se nos pone a nosotros, como si fuéramos un kilo de carne. Y ese precio podría llamarse de muchas maneras, pero en realidad solo tiene un nombre.
Vergüenza.
Así que pongamos por caso a esa alumna de instituto a la que han colgado la etiqueta de guarra o puta simplemente porque es libre con sus afectos y con su cuerpo. Cuando la mitad de sus compañeras de clase llevan anillos de compromiso como profiláctico para contener sus    deseos
—como si eso fuese a funcionar— y, en cierto modo, eso les hace creer  que son mejores. Que ella es, de algún modo, menos que ellas, más débil, más despreciable. Porque ella ya ha decidido que le gusta el sexo. Y sobre todo le gusta chupar pollas. Bajo las gradas. Entre la clase de biología y la de química. No solo con el quarterback del equipo de rugby, sino con el empollón de ciencias y el profesor de historia. A veces, uno detrás de otro; otras veces, todos al mismo tiempo. ¿Habéis pensado alguna vez qué saca ella? ¿Qué valor tiene eso para ella?
Esa chica no es como yo. Se parece más a Anna.
Por eso me niego a condenar a Anna por las cosas que hace.
A Anna le vale cualquier hombre. Ella puede moverse entre todos esos mundos. Dómina, estrella del porno, groupie, prostituta… No piensa que eso sean descripciones de trabajos, sino simples categorías distintas de deseo. Ella no se siente explotada, así que no le importa lo que piense la gente. Y como lo disfruta, no tiene ningún problema para aceptar el dinero. Para ella, es un ejemplo de comercio justo.
Aun así, a veces tengo la impresión de que vive al filo de la navaja. Como si el sexo se hubiese convertido en una necesidad, y la necesidad estuviese ahí para llenar un vacío, un vacío que nunca se puede colmar. Es una chica lista, así que con el tiempo se dará cuenta de que está al borde del abismo. Ese es el futuro que veo para Anna. Y eso me asusta. Pero no la voy a condenar por ello. Y tampoco voy a tratar de salvarla. Porque para ella, en este punto, todo vale la pena. Se dice a sí  misma que      se siente realizada. Al final del día puede que a ella le baste  con eso,  ¿y quién soy yo para decirle lo  contrario?

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