20. Un jodido cubo rubik

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—La camioneta que va al aeropuerto ya está afuera esperando —nos habló con una voz profunda la mayor de las Raidenova.

—Entonces vamos caminando al lado contrario.

—Primero necesito hablar con ustedes.

—¿Y porque no lo hicimos en el cuarto? —me uní a la charla.

—Estuviste en Monterrey, mi padre que lo acaba de contar, pero los demás no se encuentran ahí —di un verdadero suspiro de alivio. Mi abuela lo había logrado, rogaba que los cuatro se encontraran a salvo al otro lado del mundo o por lo menos lo más lejos posible de nosotros.

Caminamos en silencio por unos minutos más, la travesía me recordó al recorrido que emprendí para llegar al cuarto de los horrores en Dakota, me preguntaba si Kansas contaba con el suyo propio. Derecha, izquierda, izquierda, una puerta, escaleras abajo, derecha, derecha, nuevamente escaleras abajo, derecha, bien, ya estaba completamente perdida, ¿cómo lograban las personas recordar recorridos tan extrañamente largos? De pronto detuvimos el paso frente a un elevador cuyas puertas se encontraban abiertas ya que un tabique de tamaño considerable le detenía el cierre.

—¿En que se parece un cuerpo a un escritorio? —anunció Anya mirándome. ¿Qué carajos ocurría?

—Te equivocaste, es cuervo —le contradije.

—Cuerpo. No es la frase de Alicia en el país de las maravillas.

—Entonces no sé.

—En un cuerpo habitan muchos sentimientos vacíos y promesas no cumplidas, al igual que en un escritorio encuentras hojas rotas y papeles escritos con cosas que quizá nunca nadie lea —la miré intrigada, ¿a qué se refería con eso?—. Hay muchas promesas que jamás podré cumplirle a Tanya y tú tienes muchas hojas de Sidnay que jamás podrás leerle al mundo.

Se acercó a mí como si quisiera darme un abrazo, pero en vez de eso me clavó con diligencia la aguja de una jeringa en el cuello, peligrosamente cerca de la yugular, el líquido bajó por mi garganta quemándome las entrañas y es que ardía como el averno pero tenía demasiado miedo de romperla así que no me moví, en vez de eso, aprisioné a Anya del brazo con fuerza para soportar el martirio que me provocaba el fluido y con lágrimas de rabia y dolor corriendo por mi cara apenas pude murmurar.

—¿Qué haces?

—¿An, que haces? —escuché la voz de la menor con un dejo de incredulidad.

—Tranquila, sólo es ketamina, despertarás en un par de horas —me miró en silencio, como siempre hacía antes de decir algo que escondía una experiencia dolorosa y su más hondo deseo de que otro no repitieses sus errores—. A donde que sea que te llevaras a esos niños, también la llevarás a ella y le darás refugio.

Sacó la aguja, se soltó de mi agarré y yo perdí el equilibro al no tenerla como mi punto de apoyo. Me desplomé y dadas las circunstancias quedé observando todo desde el frío suelo sin poder mover un músculo y con los párpados amenazándome con cerrarse a cada instante que transcurría.

—¡No! Me niego a dejarte hacerlo —refunfuñó Tanya. Su hermana tiró la jeringa usada en mi al piso, para sacar una más del bolsillo de su pantalón.

—Sabía que dirías eso —y repitiendo casi la misma acción, le insertó la aguja en el brazo derecho. La otra soltó un lastimoso quejido, pero a diferencia de mí, Anya no dejó caer al suelo a su hermana, si no que la tomó en brazos para deslizarla con delicadeza contra la pared—. Voy a tomar tu lugar, pero nadie lo sabrá hasta que lleguemos a El Caraño.

La última sombra del hombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora