22. Pan tostado francés

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Después de intercambiar un par de palabras familiares con Eliran y de que él demostrara en voz alta su preocupación por mi estado de salud que, a los ojos de los demás se interpretaba como una buena expresión, aunque yo lo percibía como el acto más cínico y mentiroso del mundo, escapé por un momento del Centro de Operaciones para poder regresar por la mochila botada en algún lugar de la bodega refrigerada esa.

Afortunadamente, al retornar sobre mis pasos descubrí con cierto agrado que la cortina permanecía abierta y nadie se encontraba allí, ni siquiera ella. Al recuperarla, decidí que tenía que esconderla en algún lugar lejos de las manos de todas las víboras que merodeaban el asentamiento y mientras caminaba pensando en el lugar adecuado, llegué guiada inconscientemente por mis pies, hasta el Área de Salud.

El tipo que nos interceptó al pedazo de Chiricov y a mí, hacía poco menos de una hora, estaba parado frente a uno de los ventanales en la sección C. Al mirarlo bien, lo reconocí como Gotlind Kudryavtsev, un tipo de treinta años, con ascendencia rusa, que fungía como asistente y mano derecha de Raidenovich. Representaba al General cuando este se encontraba indispuesto o con la pereza suficiente para dejar de lado sus obligaciones. El sujeto lucía al borde el desmayo, sorbió su nariz con fuerza y se secó los ojos llevando los dedos contra sus parpados al tiempo que me acercaba a su lado, de buenas a primeras no entendí que hacía postrado en ese lugar, cuando todos perdían la cabeza en el Centro de Operaciones.

—Es idéntico a ella —susurró casi en completo silencio—. Mira sus ojos, el mechón rubio que se asoma en su coronilla, sus tiernas y sonrosadas mejillas...

Entonces lo entendí. La voz se le quebró y la melancolía en su tono me hizo creer por un instante que no era yo la única preocupada y con cierto sentimiento de amor hacia el pequeño Jilian. No quise ni mirarlo, con imaginar la escena era suficiente: me figuraba un diminuto cuerpecillo recostado dentro de una incubadora con demasiados tubos y aparatos a su alrededor, por los cuales apenas si se dejaba distinguir con claridad su diminuto rostro, por no decir que el pañal le debía quedar demasiado grande, cubriendo en gran medida la mitad de su torso. Ya me era perturbador con sólo pensarlo, mirarlo no estaba entre mis planes.

—¿Qué haces aquí?

—¿Cómo pasó esto? —me replicó a modo de respuesta.

—Los planes de Anya se fueron al cuerno en algún punto y no supe cómo manejar mejor la situación —lo miré directo a la cara al tiempo que una lágrima escapaba escurridiza, deslizándose por su mejilla hasta llegar a la barbilla, donde pendió unos segundos antes de caer e impactarse con los escudos conmemorativos de su uniforme militar. Algo en la esencia de aquel tipo me hizo pensar que podía confiar en él, así que estiré el brazo ofreciéndole la mochila—. Necesito que escondas esto, nadie más que tú y yo podemos saber de su existencia, nunca se la des a nadie que no sea yo —Pareció muy sorprendido ante mis palabras, mirándome con inquietud.

—¿Qué contiene?

—Todas las preguntas y las respuestas. Las razones porque las que Tanya ya no está y el por qué su hermana pronto seguirá sus pasos, al igual que yo misma.

—Eres hija de Sidnay —no era una pregunta, pero de todas formas asentí con la cabeza y él me miró con algo que interpreté como empatía. Tal vez las gemelas y yo no éramos las única atrapadas en esos dilemas—. Ojalá pudieras haber escapado de todo esto.

Nos quedamos en silencio, no sabía exactamente que responderle. Cuando las situaciones se cargan de tanta aflicción, ninguna palabra llega a ser necesaria, ya que estas no pueden ser dichas y mucho menos escuchadas; entonces, el silencio pasa a ser la mejor opción, aunque también depende mucho de qué tan cercano sea el emisor y que tan roto se encuentre el receptor. Por lo visto, no podía saber quién de los dos estaba peor.

La última sombra del hombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora