17. Nada es personal

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Mis sentidos se hallaban confundidos entre mis pensamientos y me era imposible crear una idea clara de lo que sucedía en el piso de arriba, mientras aún permanecía recostada de lado sobre el concreto del sótano. Escuchaba pasos pesados recorriendo el lugar y a personas gritando cosas que no podía entender. Cerré los ojos, no solté ni una sola lágrima, pero definitivamente estaba llorando.

"Los demonios ahora te pertenecen y un día te destruirán también", recordé las palabras que una vez le dediqué. Al final no fueron demonios, sino un humano que no valía nada.

Oí la puerta del clóset abriéndose y me incorporé de un brinco, corrí hasta el fondo de la habitación para chocar de lleno contra la pared, donde se encontraba una rejilla que conducía a un túnel lo suficientemente ancho para que alguien de mi complexión pasara sin muchos problemas. ¿Por qué Sidnay construiría algo como eso? Tenía un candado grueso y oxidado por el paso de los años colocado en el pestillo, metí la mano por entre los barrotes buscando con los dedos la llave de aquella cerradura, Ethan le había colocado un imán para pegarla dentro del soporte, ni siquiera alguien como Edward debía de saber de su existencia.

La trampilla se abrió dejando entrar voces claras y la luz de un par de linternas, sentí mi cuerpo caer hasta el abismo, al mismo tiempo que el verdadero terror me invadió extendiéndose hacia mi mano, la cual no dejaba de temblar. ¡Tranquila! ¡Tranquila! No podía encontrar la llave. Saqué la mano y volví a meterla, pero en esa ocasión por debajo de la reja raspándome el dorso, para buscarla en el suelo, algo aterido y pequeño rozó mi muñeca, la tomé con sumo cuidado con los dedos y la deslicé hasta afuera.

—¡Jodida madre! —rezongué en voz queda. Encajé la llave con desespero y la giré con fuerza valiéndome de mi único brazo funcional. A pesar del óxido acumulado cedió ante mis forcejos y logré jalar la reja justo cuando divisaba a un individuo bajando por las escaleras.

Me deslicé por el hoyo de golpe, empujando la mochila con los pies. Cerré sin causar ruido, coloqué el candado en su lugar y rompí la llave dentro. El suelo se encontraba mojado y un olor a desagüe y descomposición inundaba el corredor. El lugar era tan estrecho que no podía ni alzar la cabeza sin golpearme contra los muros que goteaban un líquido espeso. Avanzaba a gatas con un cabestrillo que me cortaba la circulación del cuello y sosteniendo la mochila con los dientes, como precaución para que se mojara menos de lo que yo lo estaba, preservando así su contenido a salvo. Mis dedos que se hundían en el lodo y los desechos de quien sabe que, provocaban que casi resbalara contra el concreto de aquel peculiar túnel. Además de que por momentos me parecía escuchar diminutos chillidos pero, a decir verdad, la menor de mis preocupaciones eran los animalejos que se pudiesen hallar en aquel sitio.

No supe cuantos minutos seguí arrastrándome, tal vez fuese inclusive una hora, hasta que llegué a otra rejilla circular con barrotes aún más oxidados que los del sótano, seguramente se debía a la intemperie. Pateé los fierros que se abrieron sin problema alguno, salí y aspiré suavemente, la brisa fría coloraba mis orejas mientras mis pulmones lamentaban la invasión del gélido ambiente. Eso era el Parque Cascada de Guadalupe, debía serlo, entonces, ¿cuánto había avanzado a gatas en la lobreguez del subterráneo?

Levanté la mochila de la tierra y me la colgué al hombro, para caminar cerca de otra hora hasta regresar al Spark. No se veía movimiento de la milicia o patrullas en todo el perímetro cercano. Debía volver a Kansas.

La locura me persiguió constantemente en mi recorrido de diecisiete solitarias horas. No paré a dormir o a comer en ningún punto y sólo llené el tanque de gasolina un par de veces, manteniéndome alejada en todo momento de las tiendas de autoservicio. Lamentablemente al crecer desarrollé cierta debilidad por el alcohol y en momentos donde la vida me ahoga, yo decidía ahogarla de la misma manera con alguna deliciosa botella que superara los cuarenta grados.

La última sombra del hombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora