9. Mátate suavemente

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Continué recordándola mientras la noche avanzaba. Ella observándome con esa mirada vacía y afligida, esa mirada que sólo reservaba para mí. Recordé el día en que se fue; lo traicionada que me sentí. Recordé las últimas palabras que me dedicó, el cómo mi inocente amor no la cautivó, no la detuvo y sin más se marchó.

Observé lo que había hecho, no lo estaba liberando, me engañaba a mí misma con la idea de una emancipación, la putrefacción de la tierra, escalofríos de decepción, aparté la mirada asfixiante y paralizada. Lo único que yo quería era protegerle, quería mostrarle un mundo que no conocía, porque pensé que si podía verlo a su lado podría ser capaz de notar paisajes diferentes en lugares donde yo ya había estado.

Tomé la mano que se desvanecería, su rostro apacible no me haría compañía otra vez. Mi tristeza, mi nostalgia, su última mirada cargando un "te extrañaré" muy profundo. Me encontraba satisfecha con su pura presencia. Ese día entendí cuánto duele el olvido, la vida en cuenta regresiva y la ausencia de una sonrisa que un tiempo te dedicaba profundo amor. La muerte era mucho más dura para los que quedábamos atrás.

Todo transcurrió tan rápido, insignificante, silencioso; como si lo observara desde algún punto ajeno a mí; ambiguo y mecánico, pagando una apuesta que nunca perdí. Había encontrado la felicidad donde menos lo esperaba y ahora estaba llena de vacío. Me preguntaba cuanto tiempo despertaría sintiendo el mismo peso en el pecho, las ansias, la pereza y el desahogo, persiguiendo lo que no existía.

Esa noche en la penumbra no cerré los ojos, podía sentir a las mentiras mirándome, acosándome en suplicas. Ni siquiera lo intenté en primer lugar, cautivada por la suave cortina de los lazos, las lágrimas; tenía que ahogarlas, matar la cicatriz. Eso era. Matarlas a todas.

Pretendí exhalar el dolor y con pereza me levanté de la cama. Algo se quebró en mí esa noche, podía sentir la cordura pendiendo de un hilo. Hilo.

—Espero que tú me perdones más de lo que yo nunca podré hacerlo —era mi deseo perpetuo y con él, abandoné el cuarto. Tenía que hacer una última entrega, el diario ya no podía pertenecerme; fue una promesa, un acuerdo.

Me quitaría la costumbre de lo natural, los fáciles errores, la paz. ¿Qué había firmado para perder los rimbombantes equilibrios del fundamentalismo en la mente? Si era una marioneta, ahora me tocaba jugar con los hilos. Hilos. Haría un show diferente, para los que se ven felices, para los que se ven tristes, caminando entre extraños de la tarde, el contraste, el dulce amargo.

Una cadena de emociones que no podía describir me arrastraba a lados contrarios de todo lo que odiaba. Regresé sobre mis pasos, tomé el cuaderno negro de la habitación y salí sin cerrar la puerta, que más daba ya en esa noche torcida, no volvería por la mañana a ese escenario familiar, perdido, avergonzado, recordatorio rodeado de lo que había escogido, pretendiendo que estaba vacío a conciencia.

Mis huellas no hacían eco en los pasillos, como negándose a participar, embrujadas y divinas. Medité en su puerta esos encerrados deseos, los caprichos que no le mostré detrás de la máscara de satisfacción. Solté el cuaderno con violencia frente a su recámara.

—Los demonios ahora te pertenecen y un día te destruirán también.

Ojalá despertara de la pesadilla; la ironía del diablo pidiendo ayuda, el egoísmo ilustrado en una plegaria de papel en blanco. Caminé hasta la zona de embarque de los Voin, las seis enormes puertas conquistaban la estancia. Muchas veces la entrada también puede ser la salida y ahí estaba la mía. No había a donde más ir, me encontraba por mi cuenta.

La última sombra del hombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora