En aquella época encontré un extraño refugio. Por «casualidad», como suele decirse. Pero esas casualidades no existen. Cuando alguien necesita algo con mucha urgencia y lo encuentra, no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. El propio deseo y la propia necesidad conducen a ello. En mis paseos por la ciudad había oído una o dos veces música de órgano en una pequeña iglesia de las afueras, pero nunca me había detenido a escucharla. Al volver a pasar por allí, me paré a oír aquella música y reconocí que era de Bach. Me acerqué a la puerta, que encontré cerrada; y como la calleja estaba casi desierta, me senté en un poyo junto a la iglesia, me subí el cuello del abrigo y me puse a escuchar. El órgano no era grande pero sonaba bien y alguien tocaba de una manera muy especial, con una expresión muy personal de voluntad e insistencia que sonaba como una oración. Tuve la sensación de que quien tocaba sabía que la música guardaba un tesoro y se esforzaba, afanaba y preocupaba por él como si se tratara de su propia vida. Técnicamente no entiendo mucho de música; pero desde muy niño he comprendido instintivamente esta expresión del alma y he sentido siempre la música como la cosa más natural en mí. El músico tocó después algo más moderno; podía ser de Reger. La iglesia estaba casi oscura y sólo salía un suave fulgor a través de la ventana más cercana. Esperé a que la música terminara y paseé un rato de arriba abajo hasta que vi salir al organista. Era un hombre aún joven pero mayor que yo, fuerte y achaparrado. Echó a andar con pasos rápidos, enérgicos, un poco violentos, y desapareció. Desde aquel día me pasé más de un atardecer sentado delante de la iglesia o paseando de arriba abajo. Una vez encontré la puerta abierta y estuve media hora sentado en un banco, tiritando de frío pero muy feliz, mientras el organista tocaba arriba, alumbrado por una pálida luz de gas. En su música no sólo le oía a él; me parecía que todo lo que tocaba estaba relacionado entre sí, que formaba un conjunto misterioso. Reflejaba fe, entrega y piedad; pero no la de los beatos y los curas, sino la de los peregrinos y mendigos del Medievo; piedad unida a una entrega absoluta a un sentimiento de la vida que sobrepasa a todas las confesiones. Los maestros anteriores a Bach y los antiguos italianos eran interpretados con devoción. Y todos decían lo mismo, todos expresaban lo que el músico llevaba en el alma: nostalgia, profunda comprensión del mundo y vehemente separación de él, ardiente preocupación por la propia alma oscura, exaltación de la entrega y profunda curiosidad por lo maravilloso. Un día seguí disimuladamente al organista a la salida de la iglesia y le vi entrar en una pequeña taberna, muy lejos ya, en las afueras de la ciudad. No pude resistir la tentación y entré tras él. Le vi por primera vez claramente. Estaba sentado en un rincón del pequeño local, con un sombrero negro en la cabeza y una jarra de vino delante. Su rostro era como yo me había imaginado. Era feo y un poco salvaje, inquieto e intenso, terco y voluntarioso; alrededor de la boca, sin embargo, tenía un gesto blando e infantil. La virilidad y la fuerza se hallaban concentradas en los ojos y la frente; la parte inferior del rostro era suave e inacabada, incontrolada y hasta blanda; la barbilla, llena de indecisión formaba un contraste adolescente con la frente y la mirada. Me gustaban mucho los ojos castaños, llenos de orgullo y hostilidad. Sin decir nada me senté frente a él. No había nadie más en la taberna. Me lanzó una mirada fulminante como si quisiera echarme. Yo no me inmuté y seguí mirándole hasta que masculló irritado:
-¿Por qué me mira tan fijamente? ¿Quiere algo de mí?
-No quiero nada de usted -respondí-, ya me ha dado usted mucho.
Arrugó la frente. -¿Es usted melómano? La melomanía me parece estúpida. No me dejé intimidar.
-Le he estado escuchando muchas veces, en la iglesia de las afueras -dije-. Desde luego, no quiero molestarle. Pensé que encontraría en usted algo, algo especial, no sé bien qué. Pero no me haga caso. Puedo seguir escuchándole en la iglesia.
-Siempre cierro con llave.
-El otro día se olvidó de hacerlo y estuve dentro. Otras veces suelo quedarme fuera, sentado en el poyo.
-¿Ah sí? La próxima vez puede entrar; hace más calor dentro. No tiene más que llamar a la puerta. Pero con fuerza, y no mientras yo esté tocando. Y ahora, ¿qué es lo que me quería decir? Es usted joven, probablemente un colegial o estudiante. ¿Es usted músico?
-No. Me gusta la música, pero sólo como la que usted toca; música absoluta, en la que se siente que el hombre golpea las puertas del cielo y del infierno. Creo que me gusta tanto la música porque es poco moral. Todo lo demás lo es; y yo busco algo que no lo sea, la moral hace sufrir. No sé explicarme bien. ¿Sabe usted que tiene que haber un Dios que sea Dios y demonio a un tiempo? He oído decir que existe uno.
El músico echó hacia atrás el sombrero de ala ancha y se sacudió el pelo oscuro de la amplia frente. Me miró atentamente por encima de la mesa con el rostro inclinado hacia mí. En voz baja y tensa preguntó:
-¿Cómo se llama ese dios que usted dice?
-Por desgracia no sé apenas nada de él; en realidad, sólo el nombre. Se llama Abraxas.
El músico miró en torno suyo con desconfianza, como si alguien pudiera oírnos. Luego se acercó más a mí y murmuro:
-Ya me lo imaginaba. ¿Quién es usted?
-Soy alumno del Instituto.
-¿Cómo ha sabido usted de Abraxas?
-Por casualidad. Dio tal golpazo sobre la mesa que su vaso de vino se derramó. -¡Casualidad! ¡No diga estupideces, muchacho! ¡No se llega por casualidad a conocer a Abraxas, para que se entere! Yo le contaré más cosas sobre él. Yo sé algo de él. Calló y corrió hacia atrás su silla. Yo le miraba expectante, pero él hizo una mueca. -Aquí no. Otro día. ¡Tome! Metió la mano en el bolso de su abrigo, que no se había quitado, y sacó unas castañas asadas que echó sobre la mesa. Yo no dije nada, las tomé y empecé a comerlas muy satisfecho. -Bien -murmuró al cabo de un rato-. ¿Cómo ha sabido usted de... él? Yo no dudé en contárselo.
-Estaba solo y desorientado -dije-; entonces recordé a un amigo de otros tiempos, que sabe muchas cosas. Yo había pintado un pájaro, saliendo de una bola del mundo. Y se lo envié. Después de algún tiempo, cuando había perdido casi las esperanzas, cayó en mis manos un papel en el que se decía: «El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. Quien quiera nacer tiene que destruir un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El dios se llama Abraxas.» No contestó nada. Seguíamos pelando nuestras castañas y comiéndolas con el vino.
-¿Tomamos otra jarra?
-Gracias. No me gusta beber. El se rió un poco decepcionado.
-¡Como quiera! A mí me pasa todo lo contrario. Me quedo todavía un rato. ¡Váyase, si quiere!
Cuando le acompañé la vez siguiente después de ensayar, no estuvo muy comunicativo. Me condujo por una calle antigua hasta un viejo e imponente caserón. Subimos a una habitación grande, un poco oscura y descuidada, donde nada, excepto un piano, recordaba la música, en tanto que un gran estante de libros y un escritorio daban un aire de sabiduría a la estancia.
-¡Cuántos libros tiene usted! -exclamé admirado.
-Una parte es de la biblioteca de mi padre, con el que vivo. Sí, vivo con mis padres; pero no puedo presentárselos porque mis amistades gozan en esta casa de poca estimación. Soy un hijo perdido, ¿sabe? Mi padre es un hombre tremendamente honrado, un insigne pastor y predicador de nuestra ciudad. Y yo, para que esté claro, soy su hijo, que tenía talento y prometía mucho pero que se ha descarriado y se ha vuelto bastante loco. He estudiado teología, pero abandoné esa horrible facultad antes de la licenciatura. Aunque, bien mirado, sigo dentro de mi carrera en lo que se refiere a mis estudios particulares. Aún siguen pareciéndome muy importantes e interesantes los dioses que la gente se ha inventado en cada época. Ahora soy músico y parece que me van a dar pronto un puesto de organista. Entonces estaré otra vez en el seno de la Iglesia...
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DEMIAN - Hermann Hesse
De Todo•HERMANN HESSE "Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía a brotar espontáneamente de mí. ¿Por qué había de serme tan difícil? " ❗❌ Esta obra NO ME PERTENECE, el autor original es Hermann Hesse. La publique en esta app para la personas que no cue...