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Escuché un oscuro y tumultuoso bramido como de vendaval de primavera y me puse a temblar preso de un indescriptible sentimiento nuevo de miedo y vivencia.

En mi alma destellaban estrellas y se volvían a apagar; los recuerdos de mi primera y olvidada infancia fluían apretados ante mis ojos. Pero mis recuerdos, que parecían repetir toda mi vida hasta lo más íntimo, no acababan ni ayer ni hoy; seguían, reflejaban un futuro, me arrancaban del día presente hacia nuevas formas de vida cuyas imágenes eran terriblemente claras y cegadoras pero de las que no pude recordar ninguna.

Por la noche me desperté de un profundo sueño. Me encontré aún vestido sobre la cama. Encendí la luz con la sensación de tener que recordar algo muy importante; pero nada sabía ya de las horas anteriores. Al encender la luz aparecieron lentamente los recuerdos. Busqué el retrato, pero ya no estaba en la pared ni tampoco sobre la mesa.

Entonces me pareció recordar que lo había quemado. ¿O había soñado que lo había quemado con mis propias manos y me había comido luego las cenizas?

Una terrible inquietud se apoderó de mí. Me puse el sombrero, atravesé la casa y la calle como arrastrado por un impulso; anduve y anduve por calles y plazas como arrastrado por un torbellino; escuché delante de la iglesia de mi amigo, sumida en la oscuridad, buscando y buscando sin saber qué, llevado por un oscuro instinto. Pasé por un arrabal, donde estaban los prostíbulos; aquí y allá brillaba alguna luz. Más allá se alzaban edificios en construcción y montones de ladrillos, cubiertos en parte por nieve grisácea.

Errando como un sonámbulo por aquel desierto, me acordé de la casa en construcción de mi ciudad natal a la que Kromer, mi verdugo, me había arrastrado para ajustar cuentas por primera vez.

En la noche gris se levantaba ante mis ojos una casa en construcción parecida a aquella, esperándome con su negro portal.

Una fuerza me obligaba a entrar; quise alejarme, tropezando con la arena y los escombros, pero la fuerza era irresistible: tuve que entrar. Dando traspiés sobre vigas y ladrillos rotos entré tambaleándome en el desolado recinto. Olía vagamente a humedad fría y a piedra.

Había un montón de arena, un manchón blanquecino; el resto estaba a oscuras. Me llamó una voz espantada:

-¡Sinclair! ¡Por Dios! ¿De dónde sales?

Junto a mí emergió de la oscuridad una silueta humana, un chico pequeño y delgado como un fantasma y con cabellos erizados; reconocí a mi compañero Knauer.

-¿Cómo has venido hasta aquí? -me preguntó enloquecido de excitación-. ¿Cómo has podido encontrarme?

No comprendí lo que quería decir.

-No te he buscado -dije aturdido; cada palabra me costaba esfuerzo y salía trabajosamente entre mis labios torpes y helados.
Me miró desconcertado.

-¿No me has buscado?

-No. Algo tiraba de mí. ¿Me has llamado tú? ¡ Seguro que me has llamado! ¿Qué haces aquí? ¡Si es de noche!

Me rodeó desesperadamente con sus brazos delgados.

-Sí, de noche. Pronto amanecerá. ¡Oh Sinclair, tú no me has olvidado! ¿Podrás perdonarme?

-¿Perdonarte, qué?

-¡Oh, me porté tan mal contigo!

En aquel momento me vino ala memoria nuestra conversación. ¿Cuántos días habían transcurrido desde entonces? ¿Cuatro, cinco? Me daba la impresión de que había pasado una eternidad. De pronto me di cuenta de todo. No sólo de lo ocurrido entre nosotros, sino también de por qué había venido yo a aquel lugar y de lo que Knauer había querido hacer.

-¿Querías suicidarte, Knauer? Se estremeció de frío y de miedo.

-Sí, quería. No sé si hubiera podido. Quería esperar hasta el amanecer.

Le conduje afuera. Los primeros rayos de luz de la mañana, horizontales y fríos, brillaban mortecinos en él aire gris. Le llevé un trecho cogido del brazo.

-Ahora te vas a casa y no dices a nadie nada. Te has equivocado de camino, ¿comprendes? No somos cerdos como tú crees. Somos seres humanos. Creamos dioses y luchamos con ellos; y ellos nos bendicen. Seguimos caminando en silencio y nos separamos.

Cuando llegué a casa era de día.

Lo mejor que me ofreció aquel tiempo en St. fueron las horas que pasé con Pistorius junto al órgano o frente al fuego de la chimenea. Leímos juntos un texto griego sobre Abraxas; él me leyó unos fragmentos de una traducción de los Vedas y me enseñó a recitar la sagrada «Om».

Sin embargo, no fueron estas sabidurías las que me impulsaron hacia adelante, sino más bien todo lo contrario. Lo que me hacía bien era avanzar en mi interior, la creciente confianza en mis propios sueños, pensamientos e intuiciones; y también la conciencia creciente del poder que llevaba en mí mismo.

Con Pistorius me entendía en todos los sentidos. No necesitaba más que pensar intensamente en él para que apareciera o me llegara un saludo suyo.

Podía preguntarle cualquier cosa como a Demian, sin necesidad de que estuviera delante: no necesitaba más que imaginármelo y dirigirle mis preguntas en forma de intensos pensamientos. Toda la fuerza psíquica vertida en la pregunta me volvía convertida en respuesta.

Pero no era la persona de Pistorius la que me imaginaba ni la de Max Demian, sino el retrato soñado y dibujado por mí; era esta imagen andrógina de mi demonio, mitad hombre, mitad mujer, a la que tenía que invocar. Ahora no vivía ya solamente en mis sueños y sobre el papel, sino en mí como una imagen ideal, como potenciación de mí mismo.

Mis relaciones con Knauer, el suicida frustrado, tomaron un matiz curioso y a veces casi cómico.

Desde aquella noche en la que yo le había sido enviado, iba detrás de mí como un criado o un perro fiel, intentando unir su vida a la mía y siguiéndome ciegamente. Acudía a mí con las preguntas y los deseos más raros; quería ver espíritus, aprender la cábala; y no me quería creer cuando le aseguraba que yo no sabía nada de esas cosas. Me creía capaz de todo. Era curioso que muchas veces viniera con sus preguntas tontas y raras precisamente cuando yo mismo tenía algún problema que resolver, y que sus caprichosas ocurrencias y preocupaciones me dieran a menudo la clave y el impulso para solucionar las mías.

Con frecuencia su presencia me molestaba, y yo le ordenaba que se marchara con tono autoritario; pero al mismo tiempo sentía que también él me había sido enviado, que también él me devolvía doblado lo que yo le daba, que también él era como un guía o más bien un camino para mí.

Los libros y escritos absurdos que me traía y en los que él buscaba su salvación me enseñaron más de lo que yo podía imaginar en aquel momento.

DEMIAN - Hermann HesseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora