Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Estaban, así me parecía a mí, más cerca de nuestros padres; eran mejores, más modosas y con menos defectos que yo. Tenían imperfecciones y faltas, pero a mi me parecía que no eran defectos profundos; no les pasaba como a mí, que estaba más cerca del mundo oscuro y sentía, agobiante y doloroso, el contacto con el mal. A las hermanas había que respetarías y cuidarlas como a los padres; y cuando se había reñido con ellas se consideraba uno, ante la propia conciencia, malo, culpable y obligado a pedir perdón. Porque en las hermanas se ofendía a los padres, a la bondad y a la autoridad. Había misterios que yo podía compartir mejor con el más golfo de la calle que con mis hermanas. En días buenos, cuando todo era radiante y la conciencia estaba tranquila, era delicioso jugar con las hermanas, ser bueno y modoso con ellas y verse a sí mismo con un aura bondadosa y noble. ¡Así debía sentirse uno siendo ángel! Era la suma perfección que conocíamos; y creíamos que debía ser dulce y maravilloso ser ángel, rodeado de melodías suaves y aromas deliciosos como la Navidad y la felicidad. ¡Y qué pocas veces seguíamos aquellos momentos y aquellos días! En los juegos -juegos buenos, inofensivos, permitidos- yo era de una violencia apasionada, que acababa por hartar a mis hermanas y nos llevaba a la riña y al desastre; y cuando me dominaba la ira, me convertía en un ser terrible que hacia y decía cosas cuya maldad sentía profunda y ardientemente mientras las hacía y decía. Luego venían las horas espantosas y negras del arrepentimiento y la contrición, el momento doloroso de pedir perdón hasta que surgía un rayo de luz, una felicidad tranquila y agradecida, sin disensión, que duraba horas o instantes.
Yo iba al Instituto de letras. El hijo del alcalde y el del guardabosques mayor eran compañeros míos de clase y a veces venían a mi casa; eran chicos salvajes pero que pertenecían al mundo bueno y permitido. A pesar de ello, mantenía amistad estrecha con chicos vecinos, alumnos de la escuela de primera enseñanza a quienes generalmente despreciábamos. Con uno de ellos he de empezar mi relato.
Una tarde en que no teníamos clase -andaba yo por los diez años- vagaba con dos chicos de esta vecindad cuando se nos unió un chico mayor, más fuerte y brutal que nosotros, de unos 13 años, alumno de la escuela e hijo de un sastre. Su padre era un bebedor crónico y toda la familia tenía mala fama. Yo conocía bien a Franz Kromer; le tenía miedo y no me gustó que se uniera a nosotros. Tenía ya modales de hombre e imitaba los andares y la manera de hablar de los jóvenes obreros de las fábricas. Bajo su mando descendimos a la orilla del río, junto al puente, y nos ocultamos a los ojos del mundo bajo el primer arco. La estrecha orilla entre la pared arqueada del puente y el agua, que fluía lentamente, estaba cubierta de escombros, cacharros rotos y trastos, ovillos enredados de alambre oxidado y otras basuras. Allí se encontraban de vez en cuando cosas aprovechables; bajo la dirección de Franz Kromer nos pusimos a registrar el terreno para traerle lo que encontrábamos. Franz Kromer se lo guardaba o lo tiraba al agua. Nos llamaba la atención sobre objetos de plomo o zinc, y luego se lo guardaba todo, hasta un viejo peine de concha. Yo me sentía muy cohibido en su compañía; y no 3 porque supiera que mi padre me prohibiría tratarme con él si se enteraba, sino por miedo a Franz mismo. Sin embargo, estaba contento de que me aceptara y me tratara como a los demás. Franz daba las órdenes y nosotros obedecíamos como si aquello fuera una vieja costumbre, aunque en verdad era la primera vez que estaba con él.
Por fin nos sentamos en el suelo. Franz escupía al agua, haciéndose el hombre; escupía por el colmillo y daba siempre en el blanco. Se inició una conversación y los chicos empezaron a fánfarronear de sus hazañas escolares y sus travesuras. Yo me callaba, pero temía llamar la atención con mi silencio y despertar la ira de Kromer. Desde un principio mis dos compañeros se habían apartado de mí y unido a él. Yo era un extraño entre ellos y sentía que mis vestidos y mi manera de comportarme les provocaban. Era imposible que Franz me aceptara a mí, niño bien y alumno del Instituto; los otros dos chicos -yo me daba cuenta- renegarían de mí en el momento decisivo y me dejarían en la estacada.
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DEMIAN - Hermann Hesse
Acak•HERMANN HESSE "Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía a brotar espontáneamente de mí. ¿Por qué había de serme tan difícil? " ❗❌ Esta obra NO ME PERTENECE, el autor original es Hermann Hesse. La publique en esta app para la personas que no cue...