~>33<~

227 22 0
                                    

Más adelante Knauer desapareció de mi vida sin pena ni gloria.

Con él no hubo necesidad de explicaciones; pero con Pistorius, sí. Con Pistorius me sucedió algo muy extraño al final de mi época de colegio en St.

Tampoco los hombres bondadosos se libran de entrar a lo largo de su vida una o varias veces en conflicto con las bellas virtudes de la piedad y de la gratitud. Cada hombre tiene que dar una vez el paso que le aleja de su padre, de su maestro; cada cual tiene que probar la dureza de la soledad, aunque la mayoría de los hombres aguanta poco y acaba por claudicar.

De mis padres y de su mundo, el mundo «claro» de mi niñez, me había separado sin lucha; lenta y casi imperceptiblemente me había alejado de ellos. Aquello me dolía, y durante las visitas a casa me amargaba las horas; sin embargo, no llegaba hasta el corazón: se podía soportar. Pero en los casos en los que no ha sido la costumbre sino el más íntimo impulso el que nos ha llevado a ofrecer amor y veneración, cuando hemos sido discípulos y amigos de todo corazón, el momento de reconocer que la corriente dominante en nosotros se aparta de la persona querida es amargo y terrible. Cada pensamiento que rechaza al amigo y al maestro se vuelve con aguijón venenoso contra nuestro propio corazón; cada golpe de defensa nos da en la propia cara. A quien creía actuar según una moral válida se le aparecen las palabras «infidelidad» e «ingratitud» como vergonzosos reproches y estigmas; el corazón aterrado huye temeroso a refugiarse en los amados valles de las virtudes infantiles.

Me costaba trabajo comprender que también esta ruptura ha de ser llevada a cabo, que también hay que cortar este lazo.

Poco a poco un sentimiento fue negándose en mi a reconocer a mi amigo Pistorius incondicionalmente como guía. Su amistad, su consejo, su consuelo y su presencia había sido lo mejor que yo había tenido en los meses más difíciles de mi adolescencia. A través de él Dios me había hablado. De su boca habían salido mis sueños, clarificados e interpretados. Él me había dado el valor de aceptarme a mí mismo. Y ahora sentía una creciente resistencia contra Pistorius.

Creí oír demasiadas enseñanzas en sus palabras, y sentí que captaba solamente una parte de mi ser. No hubo riña, ni discusión entre nosotros, ni ruptura, ni siquiera una explicación. Le dije una sola palabra, en el fondo inocente, pero que precisamente en aquel momento rompió toda nuestra ilusión en mil pedazos multicolores. El presentimiento de que esto sucedería me venía obsesionando desde hacía tiempo, y se transformó en certidumbre un domingo en su vieja habitación de sabio.

Estábamos tumbados en el suelo frente al fuego; él hablaba sobre los misterios y formas de religión que estudiaba y en los que meditaba y cuyo posible futuro le preocupaba. Sin embargo, a mí todo ello me parecía más curioso e interesante que esencialmente vital. Me sonaba a erudición, a búsqueda fatigosa entre las ruinas de mundos pretéritos. Y, de pronto, sentí aversión contra esta manera de ser, contra este culto a la mitología, contra este rompecabezas de viejas doctrinas religiosas.

-Pistorius -dije súbitamente, con una explosión de maldad que a mí mismo me asustó y sorprendió-, debiera usted contarme algún sueño, un sueño verdadero que haya tenido por la noche. Sabe, eso que me está ahora contando es... ¡tan arqueológico!

Nunca me había oído hablar así; en seguida me di cuenta, con vergüenza y angustia, de que la flecha que le había disparado, hiriéndole en el corazón, provenía de su propio arsenal, de que los reproches que a menudo le había oído hacerse irónicamente a sí mismo se los lanzaba yo ahora afilados con malicia.

Pistorius se percató de mi intención inmediatamente y se quedó callado. Le observé con el corazón en un puño y vi cómo se ponía profundamente pálido. Después de un largo silencio, colocó un leño en el fuego y dijo muy tranquilo:

-Tiene usted razón, Sinclair, es usted muy inteligente. Procuraré no molestarle con arqueologías.

Habló muy sereno pero yo percibí perfectamente el dolor de la herida. ¿Qué había hecho? Estuve a punto de echarme a llorar; quise volverme hacia él con cariño, pedirle perdón, confirmarle mi amistad, mi profunda gratitud. Me acudieron a la mente palabras llenas de emoción; pero no pude pronunciarlas. Me quedé tumbado, mirando al fuego y callado. El tampoco habló. Y así permanecimos los dos, mientras el fuego se consumía y se desmoronaba; y con cada llama que se extinguía sentí que algo hermoso y profundo que nunca más volvería se apagaba y volatilizaba.

-Creo que me ha comprendido mal -dije por fin entre dientes con voz seca y ronca-.

Estas estúpidas palabras sin sentido salieron mecánicamente de mi boca, como si las estuviera leyendo en un serial del periódico.

-Le comprendo perfectamente -dijo Pistorius-. Tiene usted razón. -Se interrumpió, luego siguió lentamente.- En la medida que un hombre puede tener razón contra otro hombre.

«¡No, no! -clamaba algo en mí-, no tengo razón.»

Pero no pude decir nada. Sabía que con mi corta frase había puesto al descubierto su debilidad esencial, su problema y su herida. Había tocado el punto, en que él desconfiaba de sí mismo. Su ideal era «arqueológico»; Pistorius buscaba mirando hacia atrás, era un romántico. Y de pronto comprendí que lo que Pistorius había sido para mí no podía serlo para él mismo, y que tampoco podía darse a sí mismo lo que él me había dado.

Me había enseñado un camino que le sobrepasaba y dejaba atrás, también a él, al guía. ¡Dios sabe cómo surgen semejantes palabras! Yo no me había propuesto nada, ni había tenido ni idea de la catástrofe que iba a provocar.

Había dicho algo cuyo alcance no conocía en el momento de expresarlo; había cedido a una pequeña ocurrencia, un poco maliciosa, y ésta se había convertido en fatalidad.

Había cometido una pequeña y desconsiderada grosería que se había convertido para él en una sentencia.

DEMIAN - Hermann HesseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora