~>5<~

1.4K 94 0
                                    


Me gustó que, al entrar, mi padre se fijara en mis zapatos mojados. Aquello distraería su atención; así no se daría cuenta de lo peor y yo podía cargar con una reprimenda que en secreto trasladaba a la otra culpa.
Al mismo tiempo surgió en mí un extraño y nuevo sentimiento lleno de espinas. ¡Me sentía superior a mi padre! Sentí durante un momento cierto desprecio por su ignorancia; su reprensión por las botas mojadas me parecía mezquina. «¡Si tú supieras!», pensaba yo como un criminal al que interrogan por un panecillo robado, mientras él tiene asesinatos sobre su conciencia.
Era un sentimiento feo y repulsivo pero muy fuerte y con un profundo encanto y que me encadenaba con fuerza a mi secreto y a mi culpa.
Quizá, pensaba yo, Kromer ha ido ya a la policía y me ha denunciado; los nubarrones empiezan a amontonarse sobre mi cabeza y aquí me tratan como a un chiquillo.
De toda esta vivencia, de cuanto va relatado hasta aquí, constituyó este momento lo más importante y perdurable. Fue el primer resquebrajamiento de la divinidad del padre, el primer golpe a los pilares sobre los que había descansado mi niñez y que todo hombre tiene que destruir para poder ser él mismo. Estos acontecimientos, que nadie ve, forman la línea interior y esencial de nuestro destino. El desgarrón cicatriza y se olvida, pero en el interior del ser continúa existiendo y sangrando. A mí mismo me dio en seguida miedo del nuevo sentimiento, y me hubiera tirado al suelo para besar a mi padre los pies y pedirle perdón. Pero no se puede pedir perdón por algo esencial; y eso lo siente y sabe un niño tan profundamente como un sabio.

Tenía necesidad de pensar sobre este asunto y trazar caminos para el día siguiente; pero no pude hacerlo. Me pasé toda la tarde intentando acostumbrarme al ambiente transformado que reinaba en nuestro cuarto de estar. El reloj y la mesa, la Biblia y el espejo, la librería y los cuadros se despedían de mí; con el corazón helado, me veía obligado a contemplar cómo mi mundo y mi vida feliz y buena se transformaban en pasado y se desligaban de mí. Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo extraño y tenebroso. Descubrí el gusto de la muerte; y la muerte sabe amarga porque es nacimiento, porque es miedo e incertidumbre ante una aterradora renovación.

Por fin, llegó la hora de acostarme. Pero antes, como último purgatorio, tuve que aguantar las oraciones de la noche, en las que se cantó una de mis oraciones preferidas. Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Tampoco recé con ellos; y cuando mi padre pronunció la acción de gracias y terminó con las palabras:

«Tu espíritu esté con nosotros», un impulso me apartó de su comunidad. La gracia de Dios estaba con todos ellos pero no conmigo. Me fui a mi cuarto aterido y profundamente cansado.
En la cama, después de un rato, cuando el calor y la seguridad me envolvían cariñosamente, mi corazón volvió otra vez a la angustia, revoloteando temeroso en torno a lo que había pasado. Mi madre acababa de darme las buenas noches, como siempre; sus pasos aún resonaban en la habitación y el resplandor de su vela aún refulgía en la puerta entreabierta.
«Ahora -pensé-, ahora vendrá otra vez. Se ha dado cuenta de todo. Me dará un beso, me preguntará con bondad y comprensión y entonces podré llorar. Se me derretirá el hielo que tengo en la garganta, la abrazaré y se lo diré todo. Entonces, todo volverá a la normalidad. ¡Será la salvación!»

Cuando la rendija de la puerta volvió a quedar a oscuras, estuve un rato escuchando, convencido de que tenía que suceder así por fuerza.
Luego volví a mis penas y me enfrenté con mi enemigo. Le veía claramente. Tenía guiñado un ojo, su boca reía brutalmente y, mientras yo le miraba, seguro de que no podía escapar, él crecía y se hacía cada vez más horrible y sus ojos malvados lanzaban destellos diabólicos. Estuvo junto a mí hasta que me dormí; y entonces no soñé con él ni con las cosas de aquel día sino que mis padres, mis hermanas y yo íbamos en una barca y nos rodeaba la paz y la luz de un día de vacaciones. En medio de la noche me desperté, con el sabor de la felicidad aún en la boca; todavía veía brillar los trajes blancos de mis hermanas bajo el sol. Pero me precipité desde aquel paraíso a la realidad y de nuevo me encontré, cara a cara, con el enemigo de los ojos malvados.
Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Al preguntarme si me pasaba algo, vomité.

Parecía que con aquello ganaba algo. Me gustaba estar un poco enfermo y pasarme una mañana entera en la cama, tomando manzanilla y escuchando cómo mi madre arreglaba el cuarto de al lado y Lina recibía al carnicero en el pasillo. Una mañana sin colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin embargo, todo aquello no tenía hoy el sabor de otras veces y me sonaba a falso.

DEMIAN - Hermann HesseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora