Además fui dándome cuenta lentamente de que todo lo que estaba haciendo, desde estar en la taberna hasta el tema de nuestra conversación, estaba prohibido terminantemente, saboreaba al menos el espíritu rebelde de la situación. Recuerdo con todo detalle aquella noche. Al volver los dos a casa, tarde, bajo los faroles mortecinos, en la noche fresca y mojada, iba borracho por primera vez en mi vida. No era nada grato, sino muy desagradable; y, sin embargo, hasta esto tenía algo, un atractivo, una dulzura: era la rebelión y la orgía, la vida y el espíritu. Beck se portó muy bien conmigo, aunque iba enfadado y me regañaba por novato. Me llevó casi en brazos hasta el internado, donde consiguió que entráramos, sin ser descubiertos, por una ventana abierta. Al despertar de la borrachera, tras un breve y mortal sueño, me sobrevino una desesperada tristeza. Me erguí en la cama, aún con la camisa del día anterior -mi ropa y mis zapatos andaban tirados por el suelo y olían a tabaco y a vomitona-, entre dolores de cabeza, vértigo y una sed abrasadora; en mi alma surgió una imagen con la que hacia tiempo que no me enfrentaba. Vi mi ciudad natal y la casa de mis padres, a mi padre y a mi madre, a mis hermanas, el jardín; mi dormitorio tranquilo y acogedor, el colegio y la Plaza Mayor; vi a Demian, las clases de religión. Y todo era diáfano y estaba como bañado en luz; todo era maravilloso, divino y puro; y todo -en ese momento me daba cuenta- me había pertenecido hasta hacía unas horas, me había estado esperando, y ahora, sólo ahora, en este momento, había desaparecido: ya no me pertenecía, me excluía, me miraba con asco. Todo el amor y el cariño que me habían dado mis padres, remontándome hasta los más lejanos y dorados paraísos de la infancia, cada beso de mi madre, cada Navidad, cada mañana de domingo, clara y piadosa, cada flor del jardín... todo estaba destrozado. ¡Yo había pisoteado todo con mis pies! Si ahora hubieran aparecido unos esbirros y me hubiesen agarrado y conducido al patíbulo, por descastado y sacrílego, habría estado de acuerdo, les hubiera seguido con gusto y me hubiera parecido justo y bien. Así era yo en el fondo. ¡Yo, que despreciaba a todo el mundo! ¡Yo, que sentía el orgullo de la inteligencia y compartía los pensamientos de Demian! Así era yo: una infame basura, borracho y sucio, asqueroso y grosero, una bestia salvaje dominada por horribles instintos. Este era yo, el que venía de los jardines donde todo es pureza, luz y suave delicadeza, el que había disfrutado con la música de Bach y los bellos poemas. Aún me parecía escuchar con asco y con indignación mi propia risa, una risa borracha, descontrolada, que brotaba estúpidamente a borbotones. Así era yo. A pesar de todo, constituía casi un placer sufrir estos tormentos. Había vegetado tanto tiempo, ciego e insensible, y mi corazón había callado tanto tiempo, empobrecido y arrinconado, que esta autoacusación, este horror, todo este sufrimiento espantoso del alma, eran un alivio. Eran al menos sentimientos, sentimientos ardientes en los que latía un corazón. Desconcertado, sentí en medio de la miseria algo así como una liberación y una nueva primavera. Sin embargo, visto desde fuera, iba yo decididamente cuesta abajo. La primera borrachera dejó pronto paso a otras nuevas. En nuestro colegio se iba mucho de juerga a las tabernas, y yo era uno de los más jóvenes entre los asiduos. Pronto dejé de ser considerado como un chiquillo al que se tolera y me convertí en un cabecilla, famoso y atrevido cliente de las tabernas. Volvía a pertenecer por completo al mundo oscuro, al demonio; y en ese mundo me consideraban un tipo sensacional. A todo esto, yo me sentía muy mal. Vivía en una orgía autodestructiva y constante; y mientras mis compañeros me consideraban un cabecilla y un jabato, un muchacho valiente y juerguista, mi alma atemorizada aleteaba llena de angustia en lo más profundo de mi ser. Recuerdo que al salir de una taberna un domingo por la mañana me brotaron las lágrimas al ver a unos niños jugando en la calle, limpios y alegres, recién peinados y vestidos de domingo. Y mientras yo me divertía y a menudo, en torno a una mesa sucia en tabernas de baja estofa, asustaba a mis amigos con mi inaudito cinismo, tenía en el fondo del corazón un gran respeto por todo aquello que ridiculizaba y en mi interior me arrodillaba ante mi alma, ante mi pasado, ante mi madre, ante Dios. Que yo nunca me compenetrara con mis compañeros, que permaneciera solitario entre ellos, tenía su explicación. Yo era todo lo juerguista y todo lo cínico que los demás brutos de nuestro grupo deseaban, y tenía ingenio y valentía en mis pensamientos y palabras sobre los profesores, el colegio, los padres, la Iglesia. También aceptaba los chistes obscenos y hasta me animaba a hacer alguno. Pero nunca acompañaba a mis compinches cuando iban en busca de las chicas. Me encontraba solo y lleno de un profundo deseo de amor, un deseo desesperado, en tanto que mis palabras eran las de un libertino redomado.
Nadie era en este punto tan vulnerable y tímido como yo. Y cuando veía pasear a las muchachas jóvenes, arregladas y limpias, alegres y graciosas, me parecían maravillosos sueños de pureza, demasiado buenos y puros para mí. 28 Durante una temporada tampoco pude entrar en la papelería de la señora Jaggelt porque nada más mirarla me ponía colorado, recordando lo que Alfons Beck me había contado de ella. Cuanto más solitario y extraño me sentía en aquella compañía, más trabajo me costaba separarme de ella. Verdaderamente no sé ya si el beber y fanfarronear me gustaron alguna vez demasiado; nunca llegué a acostumbrarme a la bebida y siempre sufrí sus penosas consecuencias. Era todo como una obligación. Yo hacía lo que creía que debía hacer; de otra forma, no hubiera sabido qué hacer conmigo mismo. Tenía miedo de los arrebatos, terriblemente intensos, de ternura y timidez a que tendía constantemente. Tenía miedo de los suaves pensamientos amorosos que me asaltaban. Lo que más echaba de menos era un amigo. Había uno o dos compañeros que me resultaban simpáticos; pero como pertenecían al grupo de los buenos y mis vicios hacía tiempo que no eran ningún secreto, me evitaban. Todos me consideraban un perdido irremisible, bajo cuyos pies se tambaleaba ya el suelo. Los profesores conocían mis trastadas; ya había sido castigado varias veces: mi expulsión definitiva del colegio era algo que todos esperaban. Yo también lo sabía; además, hacía tiempo que no era un buen alumno y que me limitaba a seguir mal que bien las clases, con la convicción de que aquello no podía seguir así mucho tiempo.
Hay muchos caminos por los que Dios puede llevarnos a la soledad y a nosotros mismos. Este fue el camino por el que me condujo entonces a mí. Fue como una pesadilla. A través de basura y viscosidad, sobre vasos de cerveza rotos y en noches enteras de cinismo, me veo a mí mismo, soñador hechizado, arrastrándome desasosegado y atormentado por un camino sucio y feo. Hay sueños así en los que de camino al castillo de la princesa encantada uno queda empantanado en barrizales y callejas llenas de malos olores y basuras. Así me sucedió a mí. De esta manera tan poco refinada, aprendí a estar solo y a levantar entre mi infancia y yo una puerta cerrada por guardianes implacables y resplandecientes. Esto fue un principio, un despertar de la nostalgia de mí mismo.

ESTÁS LEYENDO
DEMIAN - Hermann Hesse
De Todo•HERMANN HESSE "Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía a brotar espontáneamente de mí. ¿Por qué había de serme tan difícil? " ❗❌ Esta obra NO ME PERTENECE, el autor original es Hermann Hesse. La publique en esta app para la personas que no cue...