II

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Su cuerpo cayó pesadamente sobre la hierba todavía húmeda. Sus rodillas se enterraron en el lodo, pero no le importó. Golpeó el suelo, una y otra vez, con los puños cerrados hasta que los nudillos de sus dedos se enrojecieron. Ningún dolor se comparaba al dolor de haberla perdido, no había nada en el mundo que calmara la angustia que le provocaba su partida.

La había cuidado durante casi tres meses, se había desvivido por atenderla, por pasar el mayor tiempo posible a su lado. Había abandonado todo y a todos con tal de dedicarse a ella en cuerpo y alma.

¿Y cómo le había pagado ella? Huyendo, huyendo de él como si fuera un animal rabioso, alguien a quien ni siquiera se le podía tener lástima sino repulsión.

Había salido a buscarla, había seguido su rastro de la misma manera que un cazador sanguinario persigue la pista de su presa más preciada. Sin embargo, había llegado demasiado tarde. Un hombre y un niño la habían encontrado antes que él y se la estaban llevando, la estaban apartando de su lado para siempre. No pudo hacer nada, solo se había quedado allí, escondido entre la maleza, observando cómo aquellos extraños se la arrancaban de su vida.

Se arrojó al suelo y, cuando el barro frío le toco la cara, cerró los ojos. Sólo la veía a ella. Cada rincón de su mente estaba impregnado con su imagen su rostro aniñado, su cabello castaño trenzado que le caía sobre los hombros.

Extendió la mano, en un intento por llegar hasta ella, pero, cuando abrió los ojos y descubrió que estaba solo en medio de aquel bosque, creyó morir.

Estaba anocheciendo, pero, para un hombre como él, la oscuridad era la compañía perfecta, su cómplice más fiel. Se puso de pie, sus brazos rígidos colgaban a ambos lados de su cuerpo. Comenzó a caminar mientras se abría paso entre los matorrales, pausadamente, tomándose todo el tiempo del mundo. Después de todo, no tenía prisa por regresar, ella ya no estaba esperándolo. Levantó la vista al cielo, la luz de la luna iluminó su rostro, una sonrisa sádica se dibujo en él. No importaba el tiempo que le llevara, podría esperar toda la eternidad si fuera necesario, pero la encontraría, y nuevamente estarían juntos, esa vez para siempre...

Cuatro años más tarde.

Sebastian Stan estacionó su Mustang negro junto a la acera. La avalancha de curiosos que ya se habían dado cita en el lugar debían llevar horas allí. Seguramente, para los vecinos de aquella zona residencial de Fresno, un homicidio no era cosa de todos los días, y aquel acontecimiento, sin duda, despertaba no solo la curiosidad y el morbo esperado, sino también una gran inquietud.

Llevaba trabajando en la División de Crímenes Violentos ya más de seis años. Sin embargo, a pesar de enfrentarse a cosas que poca gente soportaría, nunca había llegado a acostumbrarse del todo. Ignoraba cuánto tiempo le llevaba a alguien habituarse a lidiar con la muerte cara a cara, casi a diario. No es que no le afectara ni mucho menos, pero en los años que llevaba en ese trabajo, había aprendido a dejar los escrúpulos de lado. Procuraba que cada escena de un crimen tuviera para él un significado particular. Se había obligado a ver cada caso con ojos frescos. Creía que era una nueva perspectiva, lo único que podía ayudarle a seguir adelante con su trabajo y con su vida.

Se abrió paso entre la multitud; pudo esquivar no solo a los curiosos sino también a la prensa que, como de costumbre, ya se encontraba en el lugar del hecho preparada para dar la primicia. Pasó junto a unos reporteros que desistieron de abordarlo para hacerle alguna pregunta. La mirada fulminante que les lanzó fue suficiente para que se sintieran amedrentados.

Caminó hacia la entrada de la residencia. El lugar ya estaba acordonado, y un par de oficiales se aseguraban de que nadie se acercara demasiado.

—Buenos días, muchachos —saludó, se agachó y pasó por debajo de la cinta policial amarilla.

Una Obsesión Mortal » Sebastian Stan - Adaptada (EDITANDO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora