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Por lo general se mostraba  taciturno. Se pasaba todo el dia vagando por la ensenada o por la cresta de los acantilados, llevando debajo del brazo un viejo y verdoso catalejo de bronce; al atardecer se encerraba en el meson, y alli permanecia sentado, al calor de la lumbre, bebiendo grandes vasos de agua cargada  fuertemente de ron.
Casi nunca contestaba a las epocas preguntas que se le dirigian; pero, de improvisto, nos miraba hoscamente, echando tales resoplidos: que sus narices resonaban como un cuerno marino. Todos, la gente que solia frecuentar el meson y nosotros mismos, pronto nos acostumbramos a dejarle en paz.
Cada tarde, imvariablemente, al volver de su largo paseo, preguntaba si habiamos visto pasar algun marinero  por el camino de la costa.
Al principio creimos que echaba de menos la compañia de sus semejantes y deseaba trabar amistad con alguno de ellos; pero despues nos convencimos de que, por el contrario, procuraba evitarles. Cuando algun marinero venia a hospedarse al «Almirante Benbow» (como aveces ocurria con los que se dirigian a Bristol por el camino de la costa), antes de que el desconocido entrase en la sala nuestro huesped le examinaba atentamente, atravez del visillo que cubrian el cristal de la puerta.
Y ya de antemano, era seguro que, mientras el viejero permaneciese en el meson, el viejo lobo no despegaria los labios por nada del mundo.
Sin embargo, yo no veia nada extraño en ello, y en cierto modo era participe de sus sobresaltos, pues, una tarde, me llamo aparte y me prometio que el dia primero de cada mes me daria cuatro peniques en moneda de plata, si me comprometia
« a espirar la llegada de un marinero con una sola pierna» y a prevenirle en cuanto apareciese. Al llegar el primero de mes y reclamarle yo lo pactado, muchas veces el viejo se limito a dar con sus narices un largo resoplido y a clavarme fijamente sus ojos;
Pero siempre, antes de que terminase la semana, acababa por mudar de actitud y entregarme el dinero prometido, insistiendo en sus ordenes de « que le avisase si venia al marinero de una sola pierna».
Ciertamente el raro personaje perturbaba mis sueños. En las noches de tempestad, cuando el viento bramaba en torno de la casa y las olas mugian en la angosta ensenaba, estrellandose contra el acantilado, se me aparecian bajo mil formas diversas, todas ellas diabolicas. Una veces su pierna cortada lo estaba a la altura de la rodilla, y otras en la cadera, como arrancada de cuajo; y algunas ocasiones aquel ser moustroso parecia no haber tenido nunca mas de una sola pierna, que le pendia del centro del tronco, como si fuese una cola. Mis peores pesadillas consistian en verle saltar y correr tras de mi, salvando zanjas y vallas. Y, en de finitiva, esas terribles alucinaciones me hacian pagar muy caro mis cuatro peniques mensuales.
Sin embargo, a pesar de vivir aterrado por la idea del marinero con una sola pierna, el propio capitan  me infundia mucho menos miedo que a los demas clientes del meson.
Algunas noches solia excederse en la bebida; y entonces se ponia a cantar aquellas siniestras, antiguas y barbaras canciones de mar, sin preocuparse de nadie. Otras veces ordenaba servir bebida a todos los circunstantes, y les obligaba a escuchar, temerosos sus largas historias, o a corear sus aspectos refranes. A me nudo la casa entera retumbaba con el consabido«¡Ja, ja, ja!-¡Y un gran franco de ron!» Todos le acompañabas, aterrrizados, esforzandose  cuidadosamente en evitar las censuras del viejo, porque en tales casos era un camarada descontentadizo y tiratico.
Daba formodables palmadas sobre la mesa, para imponer silencio; se enfurecia si le preguntaban algo, e incluso, aveces, por que no lo hacian, creyendo adivinar en ello una falta de atencion en su auditorio. Y no consentia que nadie abandonase la hosteleria antes que el, ebrio como una cuba y tambaleandose, hubiese ido a acostarse.

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