-Brandy. Pensé que estaba muriéndose, y pasando bajo la botavara, que de nuevo barría la cubierta, bajé a los camarotes de popa. Ante mis ojos se ofreció el mayor de los desastres. Todos los armarios y cajones habían sido forzados, supongo que en busca del mapa. El piso estaba enfangado, porque seguramente aquellos malvados se habían revolcado allí en sus borracheras y deliberaciones tras regresar de la marisma cercana a nuestro fortín. Los mamparos, que recordaba pintados de blanco con cenefas doradas, estaban ahora manchados con señales de manos. Docenas de botellas vacías chocaban unas contra otras por todos los rincones del camarote. Uno de los libros de medicina del doctor estaba abierto sobre la mesa y la mitad de sus páginas habían sido arrancadas, imagino que para encender sus pipas. Y en medio de aquella visión, una lámpara, todavía encendida, iluminaba con una luz humosa, débil y sombría. Fui a la bodega: los barriles de vino habían desaparecido y un sorprendente número de botellas había sido ya consumido y luego arrojado fuera. No cabía duda de que desde que el motín comenzara ni uno solo de aquellos piratas había estado sobrio ni por un instante. Buscando por aquel desorden encontré una botella en la que aún quedaba un poco de brandy para Hands; y también descubrí galleta, frutas en conserva, un gran racimo de pasas y un trozo de queso, lo que aproveché. Volví a cubierta, puse mis provisiones detrás del timón y, evitando las posibles miradas del contramaestre, me dirigí hacia el tanque de agua y bebí un largo y maravilloso trago. Después me acerqué a Hands y le di el brandy. Se bebió más de medio cuartillo antes de quitarle la botella de los labios. -¡Ay! -exclamó-, ¡qué demonios! ¡Lo necesitaba! Yo estaba en mi rincón y empecé a comer. -¿Se encuentra muy mal? -le pregunté. Dio un gruñido o, para decirlo mejor, aulló. -Si aquel medicucho estuviera a bordo -dijo-, me pondría en pie de dos pases, pero no tengo suerte, ya ves, y eso es lo peor que me sucede. En cuanto a ese espantapájaros -añadió señalando al del gorro rojo-, está muerto y bien muerto. No era un marinero, ni siquiera un hombre. Y ahora dime, ¿de dónde sales tú? Bien -dije-, estoy a bordo para tomar posesión de este barco, señor Hands; y tendrá la amabilidad de considerarme su capitán hasta nuevas órdenes. Me miró perplejo, pero no dijo nada. El color empezaba a volver a sus mejillas, aunque continuaba bastante pálido y a cada bandazo de la goleta seguía escurriéndose por la cubierta. -Y a propósito -continué-, no puedo aceptar esa bandera, señor Hands; así que con su permiso la voy a arriar. Mejor no ondear ninguna que ver izada ésa. Y sorteando de nuevo la botavara, fui hasta donde estaba amarrada la driza y arrié aquella maldita bandera negra y la arrojé a las aguas. -¡Dios salve al Rey! -grité, haciendo un alarde con mi sombrero-. ¡Este es el final del capitán Silver! El me miraba ya con aire de astucia, aunque seguía sin variar su postura. -Calculo -dijo finalmente-, calculo yo, capitán Hawkins, que bien le gustaría ahora poder tocar puerto. Podríamos charlar de ello. -Sí -dije-, con todo mi corazón, señor Hands. Diga qué se le pasa por la cabeza -y continué comiendo con un excelente apetito. -Ese tipejo -empezó, señalando, tembloroso por la debilidad, el cadáver-... O'Brien se llamaba... un apestoso irlandés. Bien, ese hombre y yo largamos velas para volver al fondeadero. El está ya muerto y más tieso que un pantoque, y no sé quién va a poder gobernar este barco. Si yo no le digo lo que tiene usted que hacer, usted w es hembre que sepa de esto, por lo que a mí se me alcanza. Así que podemos hacer un trato: usted me da de comer y de beber y algún trapo para vendarme la herida, y yo le diré cómo debe gobernar el barco. Así cuadran las cuentas, y cada cual toma lo suyo. -Voy a decirle una cosa -le contesté-: No voy a regresar al fondeadero del capitán Kidd. Mi idea es llevar la goleta a la Cala del Norte y vararla allí tranquilamente. -Así tendrá que ser -exclamó-. No soy ningún estúpido marino de agua dulce, después de todo. Tengo ojos en la cara, ¿no? He jugado y perdido, yes usted quien ahora manda. ¿A la Cala del Norte? ¡No me da donde elegir! Pero estoy dispuesto a ayudarlo, aunque me conduzca al Muelle de las Ejecuciones, ¡rayos!, así lo haré. No me pareció que sus palabras careciesen de cierto buen sentido. Y cerré aquel trato. En tres minutos la Hispaniola ya navegaba apaciblemente con buen viento a lo largo de la costa de la Isla del Tesoro, y esperábamos doblar el cabo septentrional antes del mediodía y alcanzar la Cala del Norte antes de la pleamar,
porque ése era el momento en que podríamos embarrancarla sin que sufriera daños, y desde allí, con el reflujo, desembarcar. Fijé con un cabo la rueda del timón y bajé a buscar mi cofre, del que saqué un pañuelo de seda de mi madre, de gran suavidad. Ayudé a Hands a vendarse la cuchillada, pues aún sangraba, en el muslo, y tras haber comido un poco y con otro par de tragos de brandy, noté que empezaba a revivir, y hasta enderezó su postura y hablaba con más vigor. Era ya otro hombre. La brisa nos impulsaba favoreciendo nuestros deseos. La goleta cortaba el mar navegando ligera como un pájaro; la costa de la isla pasaba rápidamente ante nosotros y el paisaje cambiaba a cada minuto. Pronto dejamos de ver las tierras altas y empezamos a navegar a la altura de un territorio bajo y arenoso poblado de pinos enanos; y pronto también aquel paisaje quedó atrás, hasta que doblamos el promontorio de la colina rocosa con que la isla termina por el norte. Yo me sentía eufórico con mi flamante mando y fascinado por la belleza de la luz del sol y los variados matices, y la conciencia, que antes me había amonestado por esta aventura, callaba ahora ante la gran victoria que había representado. Creo que mi alegría hubiera sido completa de no tener presentes los ojos del contramaestre, que me seguían donde me encontrase y con la extraña sonrisa que no se borraba dé su cara. Era una sonrisa en la que se mezclaban dolor y desfallecimiento -parecía la macilenta sonrisa de un anciano-, pero con un tinte sombrío de felonía, y ese rictus seguía todos mis movimientos, espiándome, aguardando.
