Cabalgamos sin descanso hasta que llegamos a la puerta del doctor Livesey. La fachada de la casa estaba a oscuras.
El señor Dance me indicó que desmontase y llamara, y Dogger me cedió su estribo para hacerlo. Una criada nos abrió la puerta.
-¿Está el doctor Livesey? -pregunté.
Me respondió que el doctor había estado durante toda la tarde, pero que en aquel momento se encontraba en la mansión del squire, porque estaba invitado a cenar y pasar la velada con él.
-Bien, pues vamos allá, muchachos -dijo el señor Dance. Como esta vez la distancia era más corta, ni siquiera monté, sino que fui corriendo asido al estribo de Dogger hasta las puertas del parque, y después, por la larga avenida de árboles, cubierta entonces de hojas y que la luz de la luna iluminaba, al final de la cual se perfilaba la blanca línea de edificaciones que componían la mansión, rodeada por inmensos jardines de centenarios árboles. El señor Dance desmontó y sin dilación fuimos admitidos en la casa. Un criado nos condujo por una galería alfombrada hasta un amplio salón, cuyas paredes estaban todas cubiertas por estanterías con libros rematadas por esculturas. Allí se encontraban el squire y el doctor Livesey, sentados ante un maravilloso fuego de chimenea y fumando sus pipas.
Yo nunca había visto tan de cerca al squire. Era un hombre muy alto, de más de seis pies, y bien proporcionado; su rostro era enormemente expresivo, y su piel, curtida y algo enrojecida, supongo que por sus largos viales; las cejas eran muy negras y espesas y, al moverlas, le daban un aire de cierta fiereza.
-Pase usted, señor Dance -dijo con mucha ceremonia y no sin condescendencia.
-Buenas noches, Dance -añadió el doctor con una inclinación de cabeza-. Buenas noches, Jim. ¿Qué buen viento os trae por aquí?
El superintendente, muy envarado, contó lo ocurrido como quien recita una lección; y era digno de ver cómo los dos caballeros lo escuchaban con la máxima atención, intercambiándose miradas, tanto que hasta se olvidaron de fumar, absortos y asombrados por el relato. Cuando supieron cómo mi madre se había atrevido a regresar a la hostería, el doctor Livesey no pudo reprimir una exclamación:
-¡Bravo! -dijo con un gesto tan impulsivo, que quebró su larga pipa contra la parrilla de la chimenea.
Antes de que terminase el superintendente su narración, el señor Trelawney -pues ése, como se recordará, era el nombre del squire- se levantó de su butaca y empezó a recorrer el salón a grandes zancadas, mientras el doctor, como para oír mejor, se había despojado de la empolvada peluca; y por cierto que resultaba sorprendente verlo con su auténtico pelo, negrísimo y cortado al rape.
Por fin el señor Dance terminó su explicación.
-Señor Dance -dijo el squire-, es usted un hombre de provecho. Y en cuanto a la muerte de ese vil y desalmado forajido, lo considero un acto virtuoso como el aplastar una cucaracha. En cuanto a este mozo, Hawkins, es una verdadera joya. Por favor, Hawkins, ¿quieres tirar de la campanilla? El señor Dance tomará un trago de cerveza.
-¿Así, Jim -dijo el doctor-, que tú tienes lo que esos pillos andaban buscando?
-Aquí está, señor-dije, y le entregué el paquete envuelto en hule.
El doctor lo miró por todos lados, temblándole los dedos por la impaciencia de abrirlo; pero, en vez de hacerlo, se lo guardó tranquilamente en el bolsillo de su casaca.
-Señor Trelawney -dijo-, no debemos distraer al señor Dance por más tiempo de sus obligaciones; el servicio de Su Majestad no descansa. Pero sugeriría que Jim Hawkins se quedara a dormir en mi casa, y, con vuestro permiso, propongo, bien se lo ha ganado, que traigan el pastel de fiambre y que reponga fuerzas.