Me despertó -para decir verdad, nos despertamos todos, hasta el centinela que se había dormido en su puesto- una voz jovial, campechana, que nos llamaba desde los lindes del bosque. -¡Eh del fortín! -gritaba-. ¡Soy el doctor! El era, en efecto. Y a pesar de la alegría que me causó oírle, la sombra de una preocupación me rondaba. Porque sabía que mi conducta indisciplinada, mis correrías, y, sobre todo, junto a quiénes me habían llevado, a qué peligros, me impedía presentarme ante él y mirarlo a la cara. Era muy temprano; debía haberse levantado aún de noche. Empezaba a clarear débilmente. Yo fui corriendo a mirar desde una de las aspilleras, y lo vi, como había visto a Silver, pareciendo surgir de la niebla. -¡Doctor! Os deseo muy buenos días, señor -exclamó Silver muy cordialmente, aunque la bondad de su voz no ocultaba un tenso estado de alerta-. Veo que, como siempre, sois hombre madrugador y animoso. Como dice el refrán, es el pájaro temprano el que se lleva el grano. George -ordenó-, muévete y ayuda al doctor Livesey a trepar a cubierta. Supongo que todos sus pacientes están bien... de salud y espíritu. Y siguió así de dicharachero, mientras aguardaba en lo alto de la duna apoyado en su muleta y con la otra mano sobre la pared: reconocí en él al viejo John de los primeros tiempos tanto por su expresión como por sus modales. -Tengo una sorpresa, señor -continuó-. Hay aquí cierto forastero. ¿Eh? ¿Eh? Un nuevo huésped, señor, y tan educado y compuesto como un músico. Ha dormido como un sobrecargo, sí, señor, sin despegarse de mí, como dos barcos juntos, toda la noche. El doctor Livesey había saltado ya la empalizada y se acercaba al cocinero; noté una alteración en su voz, al decir: -¿No será Jim?
-El mismísimo Jim en persona -dijo Silver. El doctor pareció quedarse perplejo; se detuvo sin decir nada, y pasaron unos segundos antes de que recobrase el ánimo suficientemente para seguir su camino. -Bien -dijo al fin-, bien; atendamos primero nuestro deber, ya habrá tiempo para nuestros particulares regocijos, ¿no dice usted eso siempre, Silver? Vamos a visitar a sus pacientes. Entró en el fortín y con una severa inclinación de su cabeza me saludó, dedicándose a examinar a los enfermos. Aunque debía saber que su vida no estaba segura entre aquellos malvados traido res, no aparentaba el menor temor y departía con los pacientes como si estuviera realizando su habitual visita en cualquier apacible hogar de Inglaterra. Creo que sus maneras produjeron en aquellos hombres una actitud respetuosa hacia él, pues lo trataban como si aún fuera el médico del barco y ellos una leal tripulación. -Mejorarás pronto -le dijo al de la cabeza vendada-, y si alguien ha escapado alguna vez por milagro, puedes considerarte tú el elegido; debes tener la mollera dura como el hierro. Bien, George, ¿qué tal te encuentras? Ciertamente tienes un color que no indica nada bueno; ese hígado tuyo marcha como quiere. ¿Has tomado la medicina? ¿La ha tomado, muchachos? -preguntó. -Sí, sí, señor, la tomó, seguro -contestó Morgan. -Porque quiero que sepáis que, desde que me he convertido en médico de amotinados, o, mejor, en médico de prisión -dijo el doctor con un tono pretendidamente cortés-, he tomado como cuestión de honor no perder ni a uno de vosotros y conservaros para el rey George, que Dios guarde, y para la horca. Los rufianes se miraron entre ellos, aunque sin responder. -¿No es así? -replicó el doctor-. Ven, Dick, enséñame la lengua. ¡Sería sorprendente que te encontrases bien! Este hombre tiene una lengua capaz de asustar a los franceses. Será tifus. -¡Ahí tienes -dijo Morgan- el castigo por romper la Biblia! -Quizá sea mejor decir -añadió el doctor- que es la consecuencia de vuestra absoluta ignorancia y no tener ni el sentido común preciso para diferenciar un aire sano de uno envenenado, y la tierra seca de una pestilente ciénaga cargada de infecciones. Lo más probable, y por supuesto sólo es mi opinión, es que muchos de vosotros pagaréis con la vida antes de lograr libraros de la malaria. ¡Acampando en los pantanos! Me sorprende usted, Silver. Aunque parece menos tonto que los demás, no creo que tenga ni la más ligera idea de las reglas para conservar la salud... Bien -añadió, una vez que medicinó a todos y que ellos tomaron aquellos preparados con la humildad de un huerfanito en el asilo, lo que no dejaba de ser cómico en tan sanguinarios y levantiscos piratas-; bien. Hemos acabado por hoy. Ahora quisiera hablar con ese joven. Y señaló con la cabeza hacia mí, sin darle importancia. George Merry estaba apoyado en la puerta, escupiendo y carraspeando a causa del medicamento. Cuando escuchó las palabras del doctor, se volvió furioso y gritó: -¡No!-con un tremendo juramento. Silver golpeó en el barril con la palma de su mano. -¡ Si-len-cio! -rugió, y miró entorno suyo con la fiereza de un león-. Doctor -dijo ya con tono más calmado-, estoy pensando en ello, porque conozco la debilidad que sentís por este briboncillo. Y como todos estamos muy agradecidos por vuestros cuidados, y, como podéis ver, tenemos fe en vuestros conocimientos y nos tomamos estos bebedizos como si fueran aguardiente, creo haber encontrado un medio que puede satisfacernos a todos. ¿Me das tu palabra, Hawkins, palabra de joven caballero -pues lo eres, aunque de humilde cuna-, tu palabra de honor de no cortar la amarra? Le prometí, aunque con cierto -disgusto, cumplir esa palabra. -Entonces, doctor -dijo Silver-, tened la bondad de alejaros hasta salir de la empalizada, y cuando estéis allí, yo llevaré al muchacho, y os permitiré hablar a través de los troncos. Buenos días, doctor; nuestros respetos al squire y al capitán Smollett. Pero cuando el doctor salió del fortín, la explosión de furia, que sólo las amenazadoras miradas de Silver habían contenido, rompió el dique, y no dudaron en acusar al viejo cocinero de jugar con dos barajas, de procurar una paz por separado que lo salvara a él solo, de sacrificar los intereses de la tripulación y, en una palabra, de todo aquello que, realmente, era lo que estaba haciendo. A mí me parecía un juego tan evidente, que no podía ni imaginar cómo aplacaría aquel motín. Pero Silver era capaz de imponerse a todo. Los insultó de forma irrepetible; les dijo que era necesario que yo hablase con el doctor; les hizo casi tragarse el plano de la isla, y entonces les preguntó si había alguno capaz de estropear el pacto precisamente en el instante en que casi había conseguido el tesoro. -¡No, por todos los temporales! -chillaba-. Romperemos el pacto en su momento. Y hasta entonces yo sé cómo tratar con ese doctor, aunque tuviera que limpiarle sus botas con aguardiente.