La Hispaniola estaba fondeada en la zona más apartada de los muelles, y tuvimos que abordarla en un bote. Durante el trayecto fuimos pasando bajo muchos y hermosísimos mascarones de proa, junto a las popas de otros navíos; a veces un cabo que colgaba rozó nuestras cabezas, otras los arrastramos bajo nuestra quilla. Por fin llegamos a la goleta y allí estaba para recibirnos y darnos la bienvenida el segundo, el señor Arrow, un marino viejo y curtido, de extraviada mirada y que lucía pendientes en sus orejas. El squire y él se llevaban perfectamente, pero no tardé en darme cuenta de que no ocurría lo mismo entre el señor Trelawney y nuestro capitán.
Este último era un hombre de aire precavido y astuto, y al que parecían enojar los más nimios sucedidos a bordo, y no tardé en saber el porqué, ya que, apenas bajamos al camarote, entró tras de nosotros un marinero y nos dijo, dirigiéndose al squire:
-El capitán Smollett desea hablar con vos.
-Estoy siempre a las órdenes del capitán. Que pase.
El capitán, que aguardaba cerca de su mensajero, entró de inmediato y cerró la puerta.
-Y bien-dijo el capitán-, creo que más vale hablar claro, y espero no ofenderos con ello. Pero no me gusta este viaje, no me gusta la tripulación y no tengo confianza en mi segundo. Esto es todo cuanto tenía que decir.
-¿Y acaso no os gusta... el barco? -preguntó el squire con bastante enojo, según me pareció ver.
-En cuanto a eso, no puedo hablar, puesto que aún no he navegado con él. Pero me parece un barco muy marinero, desde luego.
-¿Y probablemente tampoco os place su dueño, no es así, señor? -dijo el squire.
Pero aquí les interrumpió el doctor Livesey.
-Caballeros -dijo-, caballeros, opino que estas cuestiones tan sólo provocan el enfado. El capitán dice quizá más de lo que debía, o, sin duda, menos; y debo declarar que requiero una explicación de sus palabras. Afirma usted que no le gusta este viaje. Bien. Sepamos por qué.
-Yo he sido contratado, señor, con lo que solemos denominar órdenes selladas, con el propósito de gobernar este navío con rumbo a donde el caballero tenga a bien indicarme. Pero he aquí que, ignorando yo tal rumbo, lo conoce, por el contrario, hasta el último de los marineros. Y no considero correcto tal proceder. ¿O acaso pensáis otra cosa, señor?
-No -dijo el doctor Livesey-. Tampoco yo.
-Además -dijo el capitán-, he sabido que nos dirigimos ala busca de un tesoro. Lo sé por los mismos marineros, fijaos bien. Ya de entrada un asunto de esa índole, un tesoro, resulta excesiva mente peligroso; no me gustan los viajes donde ha de mezclarse una fortuna así, por ningún concepto; y mucho menos cuando el secreto del mismo -y disculpad mis palabras, señor Trelawney lo sabe hasta el loro.
-¿Se refiere al loro de Silver? -preguntó el squire.
-No es más que una forma de hablar -contestó el capitán-. Quiero decir con ello que se ha hablado demasiado. Creo, señores, que ninguno se da cuenta de lo que llevamos entre manos; pero voy a deciros lo que pienso: se trata de un negocio de vida o muerte y con el que correremos graves riesgos.
-Todo está claro, y sin duda es como usted dice -replicó el doctor-. Afrontaremos ese riesgo, pero no somos tan ignorantes como usted nos cree. Prosigamos: afirma que no le gusta la tripulación. ¿No son por ventura excelentes marineros?
-No me gustan, señor -contestó el capitán-. Y creo que debieran haberme dejado escoger mi propia tripulación, es lo más natural.
-Puede que esté usted en lo cierto -dijo el doctor-; probablemente mi amigo debió contar con sus consejos; pero el desaire, si es que lo ha habido, no fue intencionado. ¿Es que no os place el señor Arrow?