Después de reponer fuerzas, el squire me entregó una nota dirigida a John Silver, para que se la llevara a la taberna «El Catalejo», y me dijo que no tenía pérdida, ya que sólo debía seguir a todo lo largo de las dársenas hasta encontrar una taberna que tenía como muestra un gran catalejo de latón. Eché a andar, loco de contento por tener ocasión de ver de nuevo los barcos anclados y el ajetreo de los marineros; anduve por entre una muchedumbre de gente, carros y fardos, pues era el momento de más actividad en los muelles, y por fin di con la taberna que buscaba.
Era un establecimiento pequeño, pero agradable. La muestra estaba recién pintada y las ventanas lucían bonitas cortinas rojas y el piso aparecía limpio y enarenado. A cada lado de la taberna había una calle a la que daba con sendas puertas, lo que permitía una buena iluminación; el local era de techo bajo y estaba cuajado de humo de tabaco.
Los parroquianos eran casi todos gente de mar, y hablaban con tales voces, que me detuve en la entrada, temeroso de pasar.
Mientras estaba allí, un hombre salió de una habitación lateral, y en cuanto lo vi estuve seguro de que se trataba del propio John «el Largo». Su pierna izquierda estaba amputada casi por la cadera y bajo el brazo sujetaba una muleta que movía a las mil maravillas, saltando de aquí para allá como un pájaro. Era muy alto y daba impresión de gran fortaleza, su cara parecía un jamón, y, a pesar de su palidez y cierta fealdad, desprendía un extraño aire agradable. Estaba, según pude ver, del mejor humor, pues no dejaba de silbar mientras iba de una mesa a otra hablando jovialmente con los parroquianos o dando palmadas en la espalda a los más favorecidos.
A decir verdad, debo añadir que, desde que había oído hablar de John «el Largo» en la carta del squire Trelawney, no dejaba de darme vueltas en la cabeza el temor de que pudiera tratarse del mismo marino con una sola pierna que tanto tiempo me tuvo en guardia en la vieja «Benbow». Pero me bastó mirar al hombre que tenía delante para alejar mis sospechas. Yo había visto al capitán, y a «Perronegro», y al ciego Pew, y creía saber bien cómo era un bucanero..., a mil leguas de aquel tabernero aseado y amable.
Deseché mis pensamientos, y traspuse el umbral y fui hacia el hombre, que, apoyado en su muleta, charlaba con un cliente.
-¿Es usted John Silver? -le dije, alargándole la nota.
-Sí, hijo -contestó-; así me llamo. ¿Quién eres tú? -y al ver la carta del squire, me pareció sorprender un cambio en su disposición-. ¡Ah!, sí -dijo elevando el tono-, tú eres nuestro grumete. ¡Me alegro de conocerte!
Y estrechó mi mano con la suya, grande y firme.
En aquel mismo instante uno de los parroquianos que estaba en el fondo de la taberna se levantó como alma que lleva el diablo y escapó hacia una de las puertas. Su prisa llamó mi atención y al fijarme lo reconocí en seguida. Era el hombre de cara de sebo, que le faltaban dos dedos y había estado en la «Almirante Benbow».
-¡Detenedlo! -grité-. ¡Es «Perronegro»!
-Sea quien sea -vociferó Silver- se ha largado sin pagar su cuenta. ¡Harry, corre tras él y tráelo aquí!
Un cliente, que estaba en la puerta, se lanzó en su persecución.
-¡Aunque fuera el propio almirante Hawke, el ron que se ha bebido tiene que pagarlo! -gritó Silver; y después, soltándome la mano que aún tenía entre las suyas, me miró-. ¿Quién has dicho que era? -preguntó-, ¿«Perro qué...»?
-«Perronegro» -dije yo-. ¿No les ha hablado el señor Trelawney de los piratas? Ese era uno de ellos.
-¿De veras? -exclamó Silver-. ¡Y en mi casa! ¡Ben, corre y ayuda a Harry! Conque uno de aquellos granujas, ¿eh? ¿Y tú estabas bebiendo con él, no, Morgan? ¡Ven aquí!