CAPITULO 31 La busqueda del tesoro

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Jim -dijo Silver, cuando nos quedamos solos-, yo he salvado tu vida y tú la mía, eso no lo olvidaré. He visto cómo el doctor te rogaba que escaparas con él y te he visto a ti decir que no, tan claro como si lo hubiera oído, Jim, y eso es algo que apunto en tu favor. Es el primer rayo de esperanza que tengo desde que falló el ataque, y a ti te lo debo. Y ahora, Jim, que vamos a dedicarnos a buscar el tesoro, y quién sabe lo que podrá pasar, y eso no me gusta, tú y yo vamos a estar juntos, hombro con hombro, como se dice, y vamos a salvar nuestro pellejo contra viento y marea. Uno de los piratas nos gritó desde la fogata que la comida ya estaba preparada, y en seguida volvimos con ellos y nos sentamos en la arena, dando buena cuenta de la cecina y la galleta. Habían encendido una hoguera tan grande como para asar un buey, lo que producía un calor insoportable, y las llamas eran tan altas, que sólo podía uno acercarse a favor del viento. Con el mismo espíritu de despilfarro habían cocinado tres veces más de lo que podíamos consumir, y uno de los piratas, riéndose estúpidamente, echó las sobras al fuego, que chisporroteó y pareció crecer. Aquellos hombres no se cuidaban para nada del mañana; de la mano a la boca, ésa era la única norma de su vida; y aquella imprevisión en cuanto a los víveres, y el sueño pesado de los centinelas, me hizo comprender que, aunque valientes para un abordaje y para jugárselo todo a una carta, eran absolutamente incapaces de algo que se pareciera a una campaña prolongada. Hasta el mismo Silver, que con el Capitán Flint subido en un hombro estaba sentado comiendo junto a ellos, no parecía censurar aquella disipación. Lo que no dejó de sorprenderme, conociendo su astucia, de la que por cierto últimamente había visto las mejores muestras. -Ay, compañeros -dijo-, podéis dar gracias a que Barbecue esté aquí. Esta cabeza piensa por vosotros. He conseguido lo que planeaba, sí. Ellos tienen el barco, ya lo sé. Pero aún no sé dónde lo esconden; en cuanto demos con el tesoro habrá que empezar a buscarlo. Y entonces, compañeros, como nosotros tenemos los botes, la victoria será nuestra. Continuó su plática con la boca llena de tocino. Pareció establecer la confianza y la seguridad de los suyos y, lo que me parece más acertado, la suya propia. -En cuanto a los rehenes -prosiguió-, de eso han hablado el doctor y este muchacho. Algo he conseguido pescar, y a él le debo estas noticias, pero eso es cuestión aparte. Cuando vayamos a buscar el tesoro, pienso llevarlo conmigo bien atado con una cuerda, porque hay que conservarlo como si fuera polvo de oro, por si ocurre algún percance. Pero entendedlo bien, sólo hasta que estemos a salvo. Cuando tengamos el barco y el tesoro, y nos hagamos a la mar como una buena familia, entonces ya hablaremos del señor Hawkins, sí, y le daremos todo lo que haya que darle, sin escatimar, como pago de sus muchas mercedes. Los piratas, como es lógico, estaban del mejor talante. No así yo, que empezaba a sentirme roído por un atroz descorazonamiento. Si el plan que les acababa de explicar hubiera sido factible, Silver, que ya era traidor porpartida doble, no vacilaría en seguirlo. Aún tenía un pie en cada campo y yo no dudaba de que siempre preferiría las riquezas y la libertad de los piratas a un dudoso escapar de la horca, que al fin y al cabo era todo lo que podía esperar con nosotros.

Sí, y aunque los acontecimientos se desarrollaran de forma que obligaran a su lealtad para con el doctor Livesey, a pesar de ello, ¡qué peligros nos aguardaban! Porque si sus compinches descu brían que sus sospechas eran ciertas, y él y yo hubiéramos tenido que luchar por nuestras vidas -él; un inválido, y yo, un muchacho-, ¡cómo enfrentarnos a cinco marineros vigorosos sin piedad! A estas cavilaciones mías se añadían las dudas sobre el comportamiento de mis compañeros, su misterioro abandono del fortín y su inexplicable entrega del mapa; ¿y aquellas oscuras palabras del doctor a Silver: «Esté usted preparado para una buena borrasca, cuando den con el sitio»? Es comprensible que mi comida pareciera poco gustosa, y la intranquilidad con que seguí a mis carceleros en su busca del tesoro. Debíamos ser un curioso espectáculo para cualquiera: todos vestidos con ropas de marinero, y todos, menos yo, armados hasta los dientes. Silver llevaba dos mosquetones en bandolera, cruzados en pecho y espalda, un enorme machete en el cinturón y una pistola en cada bolsillo de su casaca. Para rematar aquella insólita figura, el Capitán Flint iba subido en su hombro chillando todo su vocabulario de cubierta. Yo iba detrás, atado por la cintura con una cuerda, y el cocinero tiraba del extremo unas veces con sus manos y otras con sus dientes. Supongo que yo debía parecer un oso bailarín. Los demás iban cargados con picos y palas, que habían traído a tierra desde la Hispaniola, y sacos con tocino y galleta, sin olvidar el aguardiente. Todos los víveres procedían, como pude comprobar, de nuestras reservas, lo que me aseguraba que algo extraño había pactado entre Silver y el doctor, como se desprendía de las palabras de Silver aquella noche, ya que de no existir tal pacto él y sus cómplices, sin el barco, se hubieran visto forzados a vivir de agua de los arroyos y de lo que pudieran cazar; y el agua no hubiera estado muy limpia, creo, y dudo de la cacería, dada la puntería de los marineros, aparte de considerar bastante reducida su provisión de pólvora. Equipados de esta guisa, nos pusimos en marcha; venía hasta el herido en la cabeza, que mejor hubiera estado a la sombra del fortín. Caminamos en fila hacia la playa, donde nos esperaban dos botes. También los botes habían sufrido las consecuencias de la embriaguez general de aquella tripulación, pues uno tenía rota la bancada y los dos estaban llenos de barro y agua. Pensaban llevar los dos botes como medida de seguridad, y se repartieron en ambos y empezamos a remar a través del embarcadero. Según navegábamos comenzaron las discusiones sobre el mapa. La cruz roja era demasiado grande para señalar con exactitud el lugar, y los términos escritos al dorso, un tanto ambiguos. El lector recordará que decían:

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