Los amotinados ya no volvieron a atacar; ni siquiera dispararon un solo tiro desde el bosque. Habían recibido «suficiente ración para aquel día», como dijo el capitán, y pudimos dedicarnos sin otros temores a reparar el fortín, atender a los heridos y preparar una buena comida. El squire y yo nos ocupamos de esto último, e hicimos fuego en la explanada; estábamos al descubierto, pero ni nos dábamos cuenta, horrorizados por los gemidos que escuchábamos de los heridos que estaban siendo curados por el doctor. De los ocho que habían caído en el combate, sólo tics respiraban todavía: el pirata que recibió él tiro en la aspillera, Hunter y el capitán Smollet; pero los dos primeros podíamos ya darlos por muertos. El bucanero murió mientras le operaba el doctor, y Hunter, aunque hicimos todo cuanto estaba en nuestras manos, no volvió a recobrar el conocimiento; todavía alentó, respirando estertoreamente, como el viejo capitán en nuestra hostería cuando le dio el ataque, hasta la tarde, pero tenía aplastadas las costillas y se había fracturado el cráneo en su caída, y aquella noche, sin que nos diésemos cuenta, se fue con su Hacedor. Las heridas del capitán eran considerables, aunque no fatales. Ningún órgano había sufrido daño irreparable. El disparo de Anderson -porque fue Job el primero que le disparó- había roto su paletilla y tocado el pulmón, pero no de gravedad; la segunda bala había desgarrado algún músculo de su pantorrilla. Su curación era segura, dijo el doctor, pero entretanto, y en algunas semanas, no debería levantarse ni mover el brazo y, de ser posible, ni siquiera hablar. El corte que yo me había hecho en los nudillos no tenía más importancia que una picadura. El doctor Livesey me puso un emplasto y, de propina, me dio un sopapo cariñoso. Después de comer, el squire y el doctor se sentaron un rato junto al capitán para celebrar consejo, y después de un rato de conversación, y cuando ya era más del mediodía, el doctor tomó su sombrero y dos pistolas, se ajustó un machete al cinturón y con un mosquete al hombro salió del fortín, cruzó la empalizada por el norte y lo vimos desaparecer apresuradamente por el bosque. Gray y yo estábamos sentados en una esquina del fortín, lo suficientemente alejados para no escuchar, por discreción, las deliberaciones de nuestros jefes. Al ver al doctor alejarse, Gray, que estaba fumando, dejó caer su pipa asombrado: -¡Por Davy Jones! ¿Qué sucede? -exclamó-. ¡Se ha vuelto loco el doctor Livesey! -No lo creo -dije-. En toda esta tripulación no hay hombre de mejor juicio. -Pues si es así, compañero -dijo Gray-, si él no está loco, entonces el que debe estarlo soy yo. -Debe tener algún plan -le dije-, no te quepa duda. Y si no me equivoco, creo que va en busca de Ben Gunn. Y los acontecimientos me darían la razón. Pero mientras tanto, como en el fortín hacía un calor sofocante y la pequeña explanada arenosa, dentro de la empalizada, ardía bajo el sol del mediodía, y quizá estimulado al imaginar con envidia que el doctor estaría caminando por la fresca umbría de aquellos bosques, con los pájaros revoloteando alrededor suyo y respirando el suave olor de los pinos, mientras yo me achicharraba allí sentado, con las ropas pegadas a la resina derretida y no viendo más que sangre y cadáveres en torno mío, lo que me producía una repulsión más intensa que el miedo que pudiera sentir, un pensamiento, no tan razonable como la misión que yo adjudicaba al doctor, empezó a urgar en mi cabeza. Después, mientras baldeaba el fortín y fregaba los cacharros de la cocina, aquella repugnancia y aquel pensamiento fueron creciendo en mi corazón, hasta que, sin pensarlo más, y aprovechando que nadie me veía, cogí de un saco que tenía a mi lado toda la galleta que pude y llené los bolsillos de mi casaca. Era el primer paso de mi aventura. Pensaréis que me comportaba como un insensato, y con razón, y que mi correría tenía mucho de temeridad; pero estaba decidido a intentar un plan que se perfilaba en mi cabeza, y tampoco dejé de tomar las necesarias precauciones. Mi alimentación estaba asegurada por la galleta que me había procurado... Y también me apoderé de un par de pistolas, y como ya llevaba municiones y un cuerno de pólvora, me juzgué bien pertrechado. Mi proyecto no era demasiado aventurado. Pensé bajar hasta la restinga que separaba por el este el fondeadero de la mar abierta, buscar la roca blanca que me había parecido localizar la noche anterior y averiguar si verdaderamente allí se encontraba el bote de Ben Gunn, y, en todo caso, la importancia que pudiera tener ese hallazgo justificaba el riesgo. Pero como estaba seguro de que no me habrían permitido abandonar la empalizada, no me quedó otro recurso que despedirme a la francesa y deslizarme fuera escapando a la vigilancia.