Al día siguiente, muy de mañana, empezamos a acarrear aquella inmensa fortuna hasta la playa, que distaba cerca de una milla, y desde allí, otras tres millas mar adentro hasta la Hispaniola. La tarea fue muy pesada para tan corto número como éramos. Los tres forajidos que aún erraban por la isla no nos preocupa
ban; uno de nosotros vigilando en la cima de la colina bastaba para protegernos de cualquier repentina agresión; y además, no dudábamos de que estarían más que hartos de cualquier querella. Hicimos nuestro trabajo con entusiasmo. Gray y Ben Gunn fueron los encargados de tripular el bote, y los demás, en su ausencia, íbamos apilando el oro en la playa. Dos de los lingotes, atados con un cabo, eran ya de por sí carga más que suficiente para un hombre fornido; tan pesada, que exigía un lento transporte. En cuanto a mí, como no servía por mi fortaleza para estos trabajos, me destinaron a ir envasando las monedas de oro en los sacos de galleta, y pasé el día en la cueva. Aquélla era una extraña colección de monedas, como la que había encontrado en el cofre de Billy Bones, por la diversidad de cuños, y tan fascinante, que jamás he gozado tanto como al ir clasificándolas. Había piezas inglesas, francesas, españolas, portuguesas, georges y luises, doblones y guineas de oro, moidores, cequíes, y en fin, toda la galería de retratos de los reyes de Europa en los últimos cien años junto a monedas orientales de raro diseño, acuñadas con dibujos que parecían retazos de telas de araña, monedas cuadradas en lugar de redondas y taladradas algunas en su centro como para poder colgarlas de un collar. Formaban el más variado museo del dinero, y, en cuanto a su cantidad, creo que eran más que las hojas en el otoño, o que lo digan mis riñones, que con dificultad soportaban aquel trabajo, y mis dedos, que no daban abasto a ir clasificándolas. Ese trabajo duró varias jornadas, y cada atardecer una fortuna iba siento estibada junto a otra en nuestro barco y otra aún mayor quedaba aguardando su traslado para el siguiente día. Durante todo ese tiempo no vimos ni señales de los tres amotinados que habían huido. Sólo una vez -creo que fue a la tercera noche-, cuando el doctor y yo paseábamos por la colina contemplando desde allí todas las tierras bajas de la isla, la densa oscuridad nos trajo en el viento un rumor de risas y gritos. Sólo un instante. Y de nuevo se hundió en el silencio. -¡Que los cielos se apiaden de ellos! -dijo el doctor-. ¡Son los amotinados! -Y borrachos, señor -oímos la voz de Silver detrás de nosotros. Porque debo decir que Silver estaba en completa libertad, y que, a pesar de los constantes desaires a que era sometido, poco a poco parecía ir recobrando sus antiguos privilegios. Verdadera mente resultaba admirable cómo encajaba todas las humillaciones y con qué incansable cortesía y afabilidad no cesaba de intentar congraciarse con todos. Sin embargo, no conseguía que se le tratara mejor que a un perro, salvo por parte de Ben Gunn, que parecía conservar ante su antiguo cabo el mismo pavor de siempre. Y también por lo que a mí se refiere, que realmente me sentía agradecido con él, aunque no me faltasen razones para dudar de su conducta, pues hasta en el último momento, en la meseta, le había visto planear una nueva traición. Por eso el doctor le respondió desabridamente: -Borrachos o delirando. -Lleváis razón, señor-replicó Silver-; lo que para vos o para mí viene a importar lo mismo. -Supongo que no pretenderá que a estas alturas le considere un hombre compasivo --le dijo el doctor irónicamente-, y si mis emociones le resultan ciertamente incomprensibles, señor Silver, he de decirle que, si estuviera convencido de que sus compinches están delirando, lo que no me extrañaría, porque uno de ellos al menos debe ser pasto de las fiebres, saldría ahora mismo de aquí y, aunque me jugase la piel, no dudaría en prestarles los auxilios de mi profesión. -Perdonadme, señor, pero creo que haríais muy mal -respondió Silver-. Podríamos perder vuestra vida, que es preciosa, no os quepa duda. Yo estoy ahora metido hasta el cuello en vuestro partido, y no me gustaría verlo disminuido, y menos aún tratándose de vos, a quien tanto debo. Esos que aullan ahí abajo no son hombres de palabra, no, ni siquiera aunque lo pretendieran; y lo que es más, no entenderían la vuestra. -No -dijo el doctor-. En cuanto a palabra, ya sé que sólo usted es capaz de mantenerla, ¿no es verdad? No volvimos a saber de los tres piratas. En una ocasión escuchamos el estampido de un mosquete en la lejanía, y nos figuramos que estaban cazando. Entonces celebramos un consejo y se decidió abandonar la isla, lo que provocó la alegría de Ben Gunn y la más rotunda aprobación por parte de Gray. Dejamos allí, para que pudiera ser aprovechado por los piratas, una buena provisión de pólvora y municiones, gran cantidad de salazón de cabra y algunas medicinas, así como herramientas y ropa y una vela y un par de brazas de cuerda, y, por especial indicación del doctor, un espléndido regalo de tabaco. Eso fue lo último que hicimos en la isla. El tesoro estaba embarcado y habíamos hecho acopio de agua y cecina. Y así, en una mañana de limpio aire, levamos anclas y zarpamos de la Cala del Norte enarbolando el mismo pabellón que nuestro capitán izara orgulloso en la empalizada. Los tres forajidos debían estar espiándonos con más atención de la que nosotros suponíamos, pues, al navegar por la bocana de la bahía, lo que nos obligó a acercarnos a la punta sur, los vimos en el arenal, juntos y arrodillados implorando con sus brazos en alto. Creo que lograron que nuestros corazones se apiadaran de
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