Tan pronto como Silver desapareció, bajo la mirada inescrutable del capitán, regresó éste al fortín; allí se encontró con que ni uno de nosotros había permanecido en su puesto, a excepción de Gray. Fue la primera vez que lo vi encolerizado. -¡Vayan a sus puestos! -nos gritó. Cuando nos retirábamos, cabizbajos, escuchamos cómo le decía a Gray: -Voy a citarlo en el cuaderno de bitácora: ha cumplido con su deber como un marino. Entonces se dirigió al squire: -Señor Trelawney, estoy muy sorprendido. Y tampoco esperabatal comportamiento por parte del doctor. ¡Creí, señor Livesey, que vestía el uniforme del Rey! Si fue así su participación en Fontenoy, mucho mejor, señor, que se hubiera quedado en la cama. La guardia del doctor volvió a apostarse en las aspilleras; los demás cargaron rápidamente sus mosquetes. Y todos sin duda estábamos avergonzados, «con la pulga tras la oreja», como suele decirse. El capitán nos miró durante un rato en silencio, y después dijo: -Le he soltado a Silver una buena andanada. Lo he puesto furioso adrede. No dudo que antes de una hora nos atacarán. No he de repetir que somos menos que ellos, pero vamos a pelear bastante bien resguardados, y pienso, o así lo había imaginado, con la necesaria disciplina. Estad seguros de que podemos vencer. A continuación inspeccionó nuestras defensas y comprobó, como dijo, que todo estaba en orden. Las dos fachadas más cortas del fortín, al este y al oeste, tenían dos aspilleras cada una; en la parte sur, donde estaba el porche, había otras dos, y cinco en la fachada norte. Disponíamos de veinte mosquetes para nosotros siete. Apilamos la leña en cuatro pilas, como parapeto, y junto a ellas situamos las municiones y los mosquetes de repuesto ya cargados y los machetes. -Apagad el fuego -dijo el capitán-, ya no hace frío y el humo no puede hacer mas que perjudicar nuestros ojos. El señor Trelawney sacó la parrilla y arrojó las ascuas en la arena, enterrándolas con un pie.
-Hawkins no ha almorzado -continuó el capitán Smollett-. Sírvete tú mismo, Hawkins, pero come en tu puesto. Y rápido, muchacho, porque puede que no termines tu comida. Hunter -llamó-, sirve a todos una ronda de aguardiente. Y mientras bebíamos, el capitán fijó nuestro plan de defensa. -Doctor -ordenó-, os encargo la custodia de la puerta. Observad sin exponeos, no salgáis en ningún caso y disparad a través del porche. Hunter que se sitúe allí, cubriendo la zona este. Joyce, usted defenderá el oeste. Señor Trelawney, vos sois el mejor tirador; vos y Gray defenderéis este lado norte, que, como tiene cinco aspilleras, permite cubrir una zona más amplia, y además posiblemente ahí se produzca el ataque. Es preciso que no lleguen a alcanzar el fortín, porque, si toman las aspilleras, nos pueden liquidar aquí dentro. Hawkins, ni tú ni yo servimos mucho en este trance, así que nuestra misión será cargar los mosquetes y tener dispuesta la munición. Tal como el capitán había dicho, el calor empezaba a sentirse. El sol ya se había levantado sobre los árboles que nos rodeaban y comenzó a dar de lleno en la explanada, y como de un sorbido secó la humedad. Al poco rato el arenal parecía arder y la resina se derretía en los troncos del fortín. Nos quitamos las casacas, desabotonamos nuestras camisas y las arremangamos hasta los hombros. Y así aguardamos el ataque, cada uno en su puesto, febriles de calor y ansiedad. Pasó una hora. -¡Que los ahorquen! -dijo el capitán-. Estamos clavados como en las calmas tropicales. Gray, silba para que corra algún aire. Y en aquel momento preciso empezaron las señales que indicaban un ataque inminente. -Discúlpeme, señor -dijo Joyce-, ¿debo tirar si veo a alguno? -¡Es lo que he ordenado! -gritó el capitán. -Muchas gracias -repuso Joyce con la misma exquisita urbanidad. No sucedió nada durante un rato; pero ya estábamos todos alerta aguzando el oído y los ojos. Con los mosquetes bien apoyados, los tiradores estaban tensos. El capitán permanecía en medio del fortín con la boca apretada y el ceño fruncido. Pasaron unos segundos y, de repente, Joyce apuntó con cuidado y disparó. Aún sonaba en nuestros oídos la detonación, cuando desde el exterior empezaron a tirar sobre nosotros con fuego graneado: como si fuéramos un blanco, de todas partes llegaban disparos que se incrustaban en los troncos, aunque felizmente ninguno nos alcanzó. Cuando el humo se disipó, la empalizada y los bosques cercanos daban la misma impresión de reposo que antes de empezar la escaramuza. Ni el brillo de un cañón, ni una rama que se moviera delataban al enemigo. -¿Alcanzó usted a su hombre? -preguntó el capitán. -No, señor -contestó Joyce-, me parece que no, señor. -Eso es querer decir la verdad -murmuró el capitán Smollett-. Cárgale su mosquete, Hawkins. ¿Cuántos estimáis que habría por vuestra zona, doctor? -Puedo precisarlo -dijo el doctor Livesey-. Aquí he visto que dispararon tres veces, porque conté los fogonazos; dos casi juntos, y un tercero algo más hacia el oeste. -Tres -repitió el capitán-. ¿Y cuántos en vuestra parte, señor Trelawney? Esto no tenía tan fácil respuesta. Muchos habían sido los disparos por el norte: siete, según la cuenta del squire; ocho o nueve conforme a la de Gray. Por el este y el oeste, sólo uno de cada. Todo llevaba pues a pensar que el ataque iba a efectuarse por el norte y que las otras zonas servirían nada mas que de dispersión. Con esos datos el capitán Smollett confirmó su defensa y nos hizo comprender que, si los amotinados lograban pasar de la empalizada, podrían tomar las aspilleras y cazarnos como a ratas en nuestra propia madriguera. Aunque tampoco hubo tiempo para meditarlo con cuidado. Porque, de improviso, con terroríficos gritos, un grupo de piratas salió de entre los árboles del lado norte y se lanzó a todo correr hacia la empalizada. Al mismo tiempo se reanudaron los disparos desde otras partes; una bala atravesó la puerta e hizo saltar en astillas el mosquete del doctor. Los asaltantes trepaban como monos por la empalizada. El squire y Gray dispararon contra ellos sin cesar; y tres forajidos cayeron, uno dentro del recinto y los otros dos por la parte de fuera. Uno de estos dos pareció estar más asustado que herido, pues se incorporó y como alma que lleva el diablo desapareció entre la maleza. Dos habían mordido, pues, el polvo; otro había huido, y cuatro lograron alcanzar nuestra línea defensiva; siete u ocho más, escondidos en los bosques, y posiblemente con varios mosquetes cada uno, disparaban sin tregua contra el fortín, aunque sus descargas no nos causaban daño.
Los cuatro que habían conseguido penetrar siguieron corriendo hacia el fortín, dando alaridos que eran contestados con otros gritos de ánimo por los que estaban entre los árboles. Se trató inútilmente de cazarlos, pero era tal la precipitación de nuestros tiradores, que, antes de darnos cuenta, los cuatro piratas habían remontado la cuesta y estaban ya sobre nosotros. La cara de job Anderson, el contramaestre, apareció en la aspillera central. -¡A por ellos! ¡A por ellos! -gritaba con voz de trueno. Otro pirata agarró el mosquete de Hunter por el cañón, se lo quitó de las manos y lo sacó por la aspillera, golpeándolo al mismo tiempo al pobre hombre, que quedó sin sentido. Un tercero dio la vuelta al fortín y consiguió entrar, cayendo sobre el doctor blandiendo su cuchillo. Nuestra suerte cambiaba. Un momento antes éramos quienes a cubierto disparábamos sobre un enemigo expuesto; ahora éramos nosotros los que ofrecíamos el mejor blanco y sin poder devolver los golpes. El humo de los disparos hacía irrespirable el aire del fortín, pero esto no era todo desventajoso. Mis oídos estallaban con la confusión de gritos, fogonazos, detonaciones y gemidos de dolor. -¡Salgamos, muchachos! ¡Fuera todos! -gritó el capitán- ¡Vamos a luchar a campo abierto! ¡Los machetes! Cogí un machete del montón, y alguien, al mismo tiempo, tomó otro, dándome un corte en los nudillos que apenas sentí. Corrí precipitadamente hacia la luz del sol. Alguien corría tras de mí, pero no sabía quién era. Frente a mí, el doctor perseguía a su enemigo cuesta abajo, y en el instante de mirarlos vi cómo rompía su guardia y derribaba al bandido de un terrible tajo en la cara. -¡Dad la vuelta al fortín! ¡Hacia el otro lado! -gritó el capitán, y me pareció percibir un cambio en su voz. Obedecí sin pensarlo dos veces, y corrí hacia el este con el machete dispuesto a golpear, y de improviso me di de bruces con Anderson. Escuché su rugido infernal y vi levantarse su garfio que brillaba al sol. No sentí miedo siquiera. Y no sé ni qué pasó: vi aquel garfio que caía sobre mí, di un salto y rodé por la duna fuera de su alcance. Cuando escapaba del fortín, había visto a los amotinados escalar la empalizada, acudiendo en auxilio de los primeros asaltantes. Uno de ellos, con un gorro de dormir rojo y el cuchillo entre los dientes, se había encaramado y estaba a horcajadas en la empalizada. Pues bien, tan corto debió ser el intervalo en que yo me zafé de Anderson, que, cuando volví a ponerme en pie, el hombre del gorro rojo aún estaba en la misma posición; otro asomaba la cabeza por entre los troncos. Y sin embargo ese instante había presenciado el fin de la batalla y nuestra victoria. Y así sucedió. Gray, que corría detrás de mí, había batido de un solo tajo al corpulento contramaestre, antes de que éste hubiera podido reaccionar ante mi salto. Otro pirata había recibido un balazo por una aspillera en el momento en que iba a disparar hacia el interior del fortín, y ahora agonizaba con la pistola aún humeante en su mano. Un tercero -el que yo había visto- cayó de un solo golpe del doctor. De los cuatro que habían alcanzado la empalizada, sólo quedaba ya uno, y lo vi correr, tirando su cuchillo, hacia la cerca e intentar subir a ella. -¡Fuego! ¡Tiradle desde la casa! -gritó el doctor-. Y tú, muchacho, vuelve al refugio. Pero nadie atendió a sus palabras, nadie disparó, y el último de los atacantes logró escapar y reunirse con los demás en el bosque. Tres segundos habían bastado para que no quedara ninguno de nuestros asaltantes; ninguno vivo, porque cuatro yacían dentro de la empalizada y otro fuera. El doctor, Gray y yo corrimos a refugiarnos en el fortín. Suponíamos que los piratas volverían al ataque y a recuperar sus armas. El humo que llenaba el interior del fortín empezaba a disiparse, y pudimos ver, a la primera ojeada, el alto precio de aquella victoria: Hunter estaba caído, sin sentido, junto a la aspillera; Joyce, junto a la suya, con un balazo que le había atravesado la cabeza, no volvería a levantarse; y en mitad de la habitación, pálido, el squire sostenía al capitán. -El capitán está herido -dijo el señor Trelawney. -¿Han huido? -preguntó el señor Smollett. -Como liebres -respondió el doctor-, y hay cinco de ellos que ya no correrán nunca más. -¡Cinco! -exclamó el capitán-. Así es mejor. Cinco de un lado y tres de otro nos dejan en cuatro contra nueve. Es una proporción más ventajosa que al principio. Entonces éramos siete contra diecinueve, o así lo creíamos, lo que era tan desmoralizador como si fuese cierto