Mi madre estaba arriba, velando a mi padre; yo atendía mis quehaceres y preparaba la mesa para cuando regresara el capitán. Entonces se abrió la puerta y apareció un hombre al que jamás antes había visto. Pálido, con la blancura del sebo; vi que le faltaban dos dedos en la mano izquierda, pero, aunque le colgaba un machete, no tenía trazas de hombre pendenciero. Yo, que estaba siempre pendiente de cualquier marino, tanto con una como con dos piernas, recuerdo que me sentí desconcertado, pues aquel visitante no parecía hombre de mar, pero algo en él olía a tripulación.
Le pregunté en qué podía servirle, y dijo que quería beber ron; pero, cuando iba a traérselo, se sentó sobre una mesa y me hizo una seña de que me acercara. Me quedé quieto donde estaba con el paño de limpieza en las manos.
-Acércate, hijo -me llamó-. Acércate.
Yo di un paso hacia él.
-¿Esa mesa que está ahí preparada no será para mi compadre Bill? -me preguntó con aire burlón.
Le dije que no conocía a su compadre Bill; que aquella mesa estaba dispuesta para otro huésped a quien llamábamos el capitán. -Bien -dijo-, eso le gusta a mi compadre Bill, que le llamen capitán. Pero si el que dices tiene una cicatriz grande en un carrillo y da gusto ver lo fino que es, sobre todo cuando está borracho, ése es mi compadre Bill. Además, vamos a ver, si tu capitán tiene una cuchillada en la mejilla... ¿no será además en el lado derecho? ¡Ah, ya decía yo! Así que... ¿está aquí mi compadre Bill?
Le contesté que se encontraba fuera, dando uno de sus paseos. -¿Por dónde, hijo? ¿Por dónde ha ido?
Le indiqué la playa y le dije por dónde podría regresar el capitán y lo que aún tardaría, y, después que respondí a otras de sus preguntas, me dijo:
-Ah... Verme le va a sentar mejor que un trago de ron a mi compadre Bill.
La expresión de su cara al decir esto no me pareció muy agradable, por lo que pensé que el forastero no decía la verdad. Pero pensé que no era asunto mío; y, además, tampoco podía yo hacer nada. El hombre salió y se apostó en la entrada de la hostería, acechando como gato que espera al ratón. Cuando se me ocurrió salir a la carretera, me ordenó que entrase inmediatamente, y, como no obedecí con la presteza que él esperaba, un cambio terrible se produjo en su rostro blanquecino, y profirió un juramento tan terrible, que me heló el alma. Entré rápidamente en la posada y él entonces se me acercó, recobrando su aire zalamero, y dándome una palmadita en el hombro me dijo que yo era un buen muchacho y que se había encariñado conmigo.
-Tengo yo un hijo -me contó- que se parece a ti como una gota de agua a otra y que es el orgullo de mi corazón. Pero los muchachos necesitáis disciplina, hijo, disciplina. Si tú hubieras navegado con mi compadre Bill, no necesitarías que te lo dijera dos veces para entrar en casa, no... No eran esas las costumbres de Bill ni de los que navegaban con él. ¡Pero, mira! ¡Ahí viene! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compadre Bill. ¡Bendito sea! Tú y yo vamos a meternos dentro, hijo, y nos esconderemos tras la puerta; vamos a darle a Bill una buena sorpresa. ¡Dios lo bendiga!
Y diciendo esto, entró conmigo en la hostería y me ocultó tras él, junto a la puerta. Yo estaba, como es de suponer, inquieto y alarmado, y el miedo que sentía aumentaba al ver que el forastero también daba muestras de temor. Acarició la empuñadura de su machete y empezó a sacarlo de su vaina, y todo el tiempo que estuvimos aguardando no dejó de tragar saliva, como si tuviera, como suele decirse, un nudo en la garganta.
Por fin entró el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin desviar su mirada, se dirigió a grandes zancadas hacia su mesa.
-¡Bill! -llamó el forastero, con una voz que pretendía ser firme y resuelta.