D (de deseo)

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Abro los ojos y una punzada de decepción recorre mi cuerpo, porque enseguida me doy cuenta de que te has marchado. Palpo el otro lado de mi cama y está frío. Aguzo mi oído y no detecto ningún ruido en mi apartamento. Te has ido. ¿Eso ha sido todo? No es justo...




Llevaba semanas observándote.  Llevaba semanas admirándote, sin atreverme a dirigirte la palabra. Semanas  yendo a las seis de la tarde a la misma cafetería en la que tú te sentabas siempre a la misma mesa (a estas alturas tengo claro que esa mesa está reservada para ti).  Y  la camarera te traía sin preguntarte un café capuccino con canela espolvoreada.  Cada día la misma rutina. Siempre sola.  Siempre con un libro de arte en la mano.  Y yo, tomándome mi latte todo lo cerca que podía de ti,  siempre con un libro de poesía en las manos,  al que no le prestaba nunca la menor atención.


Y de repente,  alguna conjunción cósmica jugó a mi favor.


Ese día entré en la cafetería y estaba todo lleno.  Definitivamente estaba teniendo un día de mierda.  Y mira que dicen que el Universo tiende a compensarte y cuando el día empieza mal, acaba de buena forma.  Pero iba a ser que no.  Eché otro vistazo para asegurarme de que, efectivamente todas las mesas estaban ocupadas y decidí marcharme.  La única razón de estar allí era poder observarte y deleitarme con tu presencia y eso no podría  hacerlo desde la barra. Estaba a punto de darme media vuelta y  largarme.


-Perdona    -oí una voz dulce que llamaba mi atención y pensé que no podía ser cierto, que no era a mi a quien hablabas,  así que miré detrás mío y cuando no vi a nadie tuve que creer que te habías dirigido a mi.

-¿Es a mi?   -dije  de todas formas

-Claro   -sonreíste-.  Hoy esto está imposible.   Eres una clienta habitual.  Te veo todos los días. Y sería una pena que tuvieras que marcharte sin tomarte el delicioso  café que preparan aquí.  Así que   -añadiste-  si quieres, podemos compartir mesa.

-Claro   -me apresuré a responder-  ¿No te importa?

-No,  claro que no   -zanjaste.

-Gracias.  Mi nombre es Lexa    -te dije mientras me sentaba.

-Soy Clarke   -me comentaste y clavaste el azul de tus ojos de pleno en mi corazón, de un certero saetazo.  Booom.  Tu mirada me traspasó la piel hasta anidar en el centro de mi pecho. Enseguida bajaste tus ojos y yo sentí frío.


No sabía qué hacer.  Ahí estaba yo, todavía procesando que te hubieras dirigido a mi, que me hubieras mirado con esa sonrisa celestial bailando en tus labios y que mi corazón no se hubiera parado todavía (aunque eso era algo que empezaba a temer en serio) , sin atreverme siquiera a moverme.  Debiste pensar que era una tarada, allí sentada enfrente de ti, sorbiendo mi café a tragos cortos para mantener ocupada la boca y enmascarar mi increíble inutilidad para que mis labios pronunciaran algo mínimamente coherente.  Tú, me sonreías de tanto en tanto, pero tampoco hablabas.  Miraste el reloj, te disculpaste y abandonaste la mesa que compartíamos.  Yo solo quería morirme.  Podía haber sido.  Me podía haber muerto de vergüenza o ahogada en mi propia estupidez.


Esa noche ni siquiera pude dormir. Pero el insomnio (justo pago a mi falta de valor de la tarde,  cuyo recuerdo  había conseguido quitarme el sueño) tuvo su parte buena.  Me di cuenta de que el  hielo ya estaba roto, de que tú habías dado el primer paso y aunque yo no había sido capaz de dar el segundo,  tenía claro que no me iba a dar por vencida. Yo sabría acercarme de nuevo a ti.  Yo,  igual te había parecido medio tonta, pero  sabía que no lo era y tenía claro que  mi timidez tenía cura. Y tú merecías cada uno de los esfuerzos por superarla.  Trabajo en una editorial y en breve íbamos a lanzar una obra al mercado. Era un libro sobre Vasili Kandinsky, que ya estaba impreso, esperando en cajas la campaña de promoción.

EL ALFABETO DE NUESTRO AMOR (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora