Patrick

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Al día siguiente de que Walter me confesara sus sentimientos, habíamos decidido ir a su casa, para discutir mejor al respecto. No era la primera vez que iba, mas en esa ocasión estaba más nervioso que nunca. Recordar nuestro último encuentro me hacía sentir cosas raras.

No tardó en abrirme cuando llamé a su puerta. Era de noche, así que estaba en pijama. Vestía una camiseta blanca y un short azul, y estaba descalzo. Se me hacía extraño que alguien como él pudiese estar enamorado de mí, siendo tan grande y atractivo. Éramos opuestos.

Cuando me vio, sonrió y me dio un abrazo; después fuimos a su sala, y tomó asiento en el sofá; me invitó a hacerlo, pero preferí quedarme de pie. No sabía cómo empezar.

—Bueno —dije—... hablemos de lo que pasó ayer.

—¿Sobre qué quieres hablar? Pensé que ya estaba todo aclarado.

Sin que lo esperase, se puso de pie, me tomó de la cintura y me robó un beso en los labios. Lo aparté de inmediato.

—¡¿Qué te pasa?! —alegué.

—¿Cómo que qué me pasa? —dijo, ceñudo—. Pensé que te gustaba.

—S-Sí, pero —estaba abochornado—... no somos novios o algo así. No puedes besarme así nada más.

—¿Quieres ser mi novio, entonces?

Me quedé boquiabierto. Estaba a un paso de convertirme en gay. Todo era tan repentino.

—Patrick —dijo Walter—, hablaba en serio cuando dije que me gustabas, y estoy dispuesto a dar el siguiente paso si me lo permites. Quiero que seas mi novio. O ¿acaso mentías cuando dijiste que sentías lo mismo por mí?

—No mentí, es sólo que... no te imaginas lo confundido que estoy por todo. Pero... sí. Sí quiero ser tu novio, creo.

Sonrió. El «creo» ni siquiera lo desanimó. Me abrazó nuevamente y besó mi mejilla. La calidez de sus brazos era reconfortante, y el cariño que me daba me hacía sentir bien. Me sentía protegido o algo así. No tardaría en acostumbrarme.

—¡No te imaginas lo feliz que acabas de hacerme!

—Ya lo creo —me aparté de él un momento—. Si vamos a ser novios, creo que debemos establecer un par de reglas...

—¿Reglas? —enarcó una ceja.

—Sí. Para evitar molestias, ya sabes. —Walter tomó asiento de nuevo, para escuchar con atención—. Empecemos con los apodos. No quiero que me pongas apodos.

—¿Por qué? ¡No seas amargado! Había pensado en algo como «Conejito».

—¿«Conejito»? —fruncí el ceño.

—Por tu cabello y porque eres lindo y pequeño. Te queda como anillo al dedo.

—No me digas así. ¡No soy pequeño! ¡Tú eres enorme! ¡¿Cuánto mides?! Espera... más importante aun: ¿qué edad tienes? No sé por qué no te lo había preguntado antes.

—Treinta.

—¡¿Ah?! —exclamé—. ¡Eres un anciano!

Dos enamorados en patrullaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora