Epílogo.- No hay muerte en el mundo de los recuerdos

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La muerte es la única realidad certera, lo único que sabemos nos espera impaciente en el futuro. En un mundo dónde pocas cosas pueden preverse o prometerse, Dios fijó la más grande de las promesas, todos sin importar raza, posición social o especie, moriremos.

¿Por qué si nuestro destino es morir amamos tanto vivir? ¿Por qué pese a todo el sufrimiento vivir es algo tan lindo?

La mayor de las torturas es saber que algún día los ojos dejarán de ver, la piel no sentirá más, los olores y sonidos se extinguirán, todo se sumirá en la oscuridad, y no habrán pensamientos, ni recuerdos, todo simplemente desaparecerá.

Cada ser humano sabe que morirá, pero a solo unos cuántos se les obliga a recordar ese hecho día tras día, hasta el punto que la muerte pierde su toque de terror y misterio, y se convierte solo en la inevitable verdad.

Jeremy se despidió de Aimé aquel día en el puerto, con la certeza de no volver a verla jamás. Intentó detallar con sus dedos cada facción de su rostro, grabar en su mente el mínimo detalle de su cálida voz, aspiró su olor y quiso guardar para siempre la sensación de acariciar su suave piel.

¿Podían los recuerdos mantenerlo vivo? ¿Puede eso ser suficiente?

Más que los recuerdos, fueron las promesas, lo que ayudó a que sobreviviera a aquel viaje. Agotado y con la sombra de la muerte arropándolo, desembarcó en aquel puerto a muchas millas de distancia de todo lo que a su corta vida, había conocido como hogar.

A duras penas sintió la intensidad de los rayos calentando su blanca piel. Tuvieron que cargarlo hasta el carruaje que fue a toda velocidad a su nuevo hogar.

Las personas hablaban diferente, su padre estaba allí todos los días enseñándole nuevas palabras, aunque él mismo sabía pocas. El mar se veía desde la ventana de su habitación, aunque él solo podía escuchar el tranquilo sonido de las olas.

Dijeron que el agua de mar lo ayudaría a mejorar, así que Steve lo llevaba a la playa todos los días por unos minutos. Al principio creyeron que se congelarían, sin embargo, les pareció extraño pero fascinante que estás aguas no eran como las de Inglaterra, eran cálidas, frescas, y tan cristalinas que podían verse a los peces nadar en los arrecifes. Para Jeremy era una sensación nueva, sentir de pronto a los peces blandos chocar contra sus piernas. Incluso en su primera visita encontró una estrella marina, enterrada en la arena, justo al lado dónde lo habían sentado.

Edward era el más contento con su nuevo hogar. Amaba pasar horas en la playa, y hacer castillos de arena, aunque siempre volvía a casa llorando queriéndose quedarse más tiempo disfrutando del agua salada.

Era difícil adaptarse a un nuevo hogar, memorizar cada rincón y desnivel, pero valía la pena porque sería el último hogar que conocería.

—Quiero escribirle una carta a Aimé —le pidió a Steve mientras él lo ayudaba a ponerse su ropa de dormir.

—Claro, lo haremos. Solo acuéstate, toma tu chocolate, buscaré papel.

La noche era fresca, así que Jeremy se arropó y llevó la taza de chocolate a su boca. Escuchó que Steve en el pasillo le gritó a Edward que dejara de fastidiar al gato, para luego sentir que Steve entró, se sentó a su lado y le acarició la mejilla.

—Yo soy más bebé que Edward —reclamó Jeremy—. A él lo regañas a cada rato, y sin duda no lo atiendes tanto como a mí.

—Edward se porta muy mal, está tomando malos pasos, debo regañarlo, es parte de ser padre —excusó Steve.

—Nunca me has regañado.

—Porque nunca me has dado razones para hacerlo.

—Tal vez sea el privilegio que da la muerte.

Ennoia. La esperanza de un corazón abatidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora