Capítulo siete

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Lucy sujetó su cabeza entre sus manos. Todavía sentía la vergüenza de hace dos días. La cena había sido un fiasco, el muchacho al que habían invitado esta vez ni siquiera se interesó en hablar con ella. Y ante la mirada taladrante de Larissa la chica no tuvo otra opción que hablarle ella.

Después de intentar entablar una conversación un trillón de veces, el chico había perdido la cabeza. Le gritó que dejara de insinuársele, que no fuera una puta barata y que lo dejara en paz. Los padres del chico habían mirado a la otra familia ofendidos, les reprocharon cómo podían tener una hija tan maleducada y se marcharon furiosos.

Su padre se había retirado de la escena al instante, dejándola a ella sola con Larissa. Esperaba una bofetada, un fuerte reproche, pero nada de eso ocurrió. Ella simplemente la tomó por el brazo de forma brusca y la llevó a su habitación, la empujó dentro y cerró la puerta con llave.

No hubo desayuno al día siguiente, su almuerzo fue menos de una taza de arroz, su cena una manzana. Estaba consciente de que su padre había perdido un buen socio por su culpa. No es como si a ella le preocupara demasiado, sólo lo veía para aquellos eventos. Su padre era un hombre serio, de sesenta y dos años, que ya no conservaba encanto para las mujeres sino por su dinero. Es por eso que Larissa lo había conquistado, siendo veintiún años menor, teniendo un cuerpo escultural y encanto natural no había sido difícil. Vivía como una reina, y su único pasatiempo era encontrar un buen partido para su hija y convertirla en una concertista de renombre.

Lucy quería gritar. Quería gritar porque era ella, porque había nacido en el lecho de esa familia, porque siempre fallaba en todo.

Por más que intentó evitarlo, sus pensamientos se fueron a él. A Paul. A lo que le había dicho aquella vez.

«Recuerda esto, cariño— susurró poniendo una mano sobre su pecho— el corazón no pueden quitártelo. »

—†—

Raúl se quitó los audífonos en cuanto pisó el primer escalón, con la esperanza de escuchar de nuevo aquella melodiosa voz. Pero en cambio sólo recibió silencio, un horrible y frío silencio. Cómo odiaba aquello.

Subió la escalera, resignado, con los hombros bajos, pisando con desgana cada escalón. Su única motivación para hacerlo era el piano que lo esperaba arriba —o al menos, quería creer que era la única—.

Se sorprendió cuando, al llegar, encontró a Lucy con el rostro escondido entre sus manos y su espalda curvada, queriendo hacerse más pequeña, como si deseara desaparecer.

—¿Lucy?— preguntó acercándose cautelosamente, temiendo espantarla. Ella levantó la mirada e inmediatamente su postura se volvió recta, Raúl casi creyó que la chica tenía un resorte en vez de una columna.

—¿Qué pasa?— respondió. Sin embargo, su voz no denotaba nada, ni alegría ni tristeza. Era simplemente mecánica, automática, como si la hubiese practicado un trillón de veces.

Pero por más que intentara ocultarlo al hablar, su postura denotaba aquella profunda tristeza que sus ojos intentaban esconder.

—¿Estás bien?— cuestionó sentándose a su lado.

—Claro, ¿por qué no lo estaría? — ¿Por qué le mentía? Ella deseaba más que nada poder hablar con alguien.

Pero, ¿y si él la juzgaba? ¿qué pasaría si pensaba igual que el otro chico y la creía una chica desesperada? No, no se arriesgaría a eso. No con él.

Se sorprendió a sí misma al pensar de esa manera, preguntándose por qué habría hablado de ser cualquier otra persona quien le preguntaba. No sabía por qué no se atrevía a arriesgarse con él, específicamente con él.

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