Capítulo 23

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Parado en silencio, observando sus piernas poniendo distancia entre nosotros, me quedé embobado. Mi corazón parecía haberse relocalizado en mis oídos. El sufrimiento físico no se comparaba al vacío que sentía en mi pecho. Vacío, así me sentí. Esa fue la última vez que hablé con ella en dos semanas.

Quince días que atentaban con eliminar cualquier rastro de cordura que pudiera quedar en mi ser. Verla todos los días a lo lejos era la más grande de las torturas. Intenté de todo para aliviar mi pena: mujeres, alcohol, fiestas, velocidad, incluso me metí en un par de peleas clandestinas; cosa estúpida si consideramos las lesiones que había sufrido los días anteriores. Pero, la autodestrucción era seductora.

Mase casi sufre un paro cardiaco al verme llegar ese nefasto día, en el que fui secuestrado. Se quedó todo el día conmigo, curando mis heridas. Respetó mi silencio y preparó una exquisita lasaña, al parecer la mole sabía cocinar; aunque jamás ningún alimento me había resultado tan poco apetitoso.

Obviamente, terminé por saciar sus preguntas no formuladas con una mentirita piadosa. Según la versión que le brindé, las lesiones habían sido causadas por Maronni hijo al encontrarme besando a Anna. Ésta al ver el grado de violencia al que escaló la situación se enojó con ambos y nos mandó a pasear, cortando cualquier tipo de relación que pudiera haber tenido con cualquiera de los dos.

Decirle otra cosa hubiese arruinado años de tratados de paz entre Maronni y "Las Serpientes". Además de poner en peligro a la mujer de la que, poco a poco, me estaba enamorando. Alguna vez tenía que dejar de mentirme, ¿no?

Mi mejor amigo me instó a resolver las cosas, a buscarla y disculparme. Lamentablemente, eso no era posible. Ella sabía todo lo relevante sobre mí, entendía su necesidad de mantenerse alejada de un asesino; de todos modos, eso no era algo que le pudiera explicar al rottweiler.

Buscando abstraerme de su ausencia en mi vida también tomé varios encargos; era un mercenario, ése es mi trabajo. La sangre continuaba manchando mi piel, no le veía el sentido a detenerme; si, aunque lo hiciera, no la tendría.

Mi existencia se volvió gris, tediosa. Llegué a ese punto en el que me di cuenta que no ganaba nada con lamentarme. Debía haber algo que pudiera aplacar la presión que se instaló en la boca de mi estómago en el momento que ella me abandonó.

Este tiempo sin la escapista sólo me sirvió para ver lo cobarde que fui. Me rendí antes de comenzar la carrera, quedándome petrificado en el establo; ya que ni siquiera me atreví a presentarme en la línea de salida. La quería, de verdad lo hacía. Entonces, ¿por qué no podía pelear por su cariño?

Fácil, el miedo me carcomía. Sabía que la lucha sería difícil, y que las probabilidades no estaban a mi favor, por esto abandonar la empresa resultaba lo más lógico; una en mil millones a que ella no querría ser parte de mi caótica vida. Era egoísta, el premio valía los mil millones, la buscaría, hablaría con ella aunque tuviera que atarla y amordazarla, y solucionaría todo entre nosotros; o eso quería creer.

Llegué a la universidad, con la resolución a flor de piel. Busqué contra cada pared que se cruzó en mi camino la figura de la ratoncita que había anidado en mi muerto corazón, mas no la encontré por ningún recoveco. Ingresé a la primera clase del día y me dirigí al asiento en el fondo del salón que ocupaba desde el comienzo de mi cursada. Su silla, en la fila delantera, estaba vacía. Una sonrisa se escapó de mi control, al recordar la primera vez que la divisé siendo invisible.

El profesor se hizo cargo de la cátedra, comenzando la lección. La puerta se abrió de golpe. La chica, que parada en el umbral fue consumida por un sonrojo rabioso, pidió apenas de forma audible permiso para ingresar. Permiso que fue brindado junto con una sonrisa tranquilizadora por parte del docente. Después de todo, Anna nunca llegaba tarde.

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