PRIMERA PARTE

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Frente a la costa de Quilmes. Estuario del Río de la Plata, 25 de junio de 1806

La fría tarde estaba plomiza. El cielo encapotado y la persistente llovizna le recordaron al joven soldado que observaba desde la cubierta, su Londres natal. Le vinieron a la memoria su penosa niñez, sus padres —ambos muertos en una epidemia de tisis cuando él contaba con apenas diez años— y sus correrías por las calles embarradas junto a los demás huérfanos con los que compartió refugio y alimentos que robaban para subsistir.

Su padre, Thomas Caymes —de quien heredara el nombre—, era zapatero y se había ocupado de enseñarle el oficio familiar a muy temprana edad. Pero tras su muerte, le fue muy difícil encontrar un trabajo en el que no quisieran explotarlo.

Por su parte, su madre Dorothy Devens quien provenía de buena cuna, se había encargado de prepararlo para comportarse en sociedad. Aunque no lo supiera en ese momento, la esmerada educación que su progenitora le brindó, sería determinante para su futuro.

Tras quedar solo en el mundo, había ido a parar a un orfanato, donde las condiciones de vida eran paupérrimas y, al cabo de unos meses, decidió huir al percatarse de que los niños desaparecían por las noches: los encargados de su cuidado los vendían a las fábricas como mano de obra esclava. En su inocencia, creyó que en la calle se iba a encontrar mejor.

Después de mucho tiempo de penurias como vagabundo y con quince años recién cumplidos, el joven Thomas por fin tuvo la edad suficiente para ingresar como cadete a la Armada Británica. Al encontrar un puesto de leva voluntaria no había dudado en inscribirse con la esperanza de mejorar sus condiciones de vida y, además, para luchar contra Bonaparte, el demonio francés que amenazaba con invadir Londres. Su vida tomó otro rumbo desde ese momento: empezó a recibir un salario, a tener un plato de comida caliente a diario y un lugar donde dormir, que era más de lo que podría haber deseado.

De eso hacía cuatro años ya y, a pesar de la incertidumbre ante la inminente invasión, no dudaba de la decisión que había tomado de enlistarse, pues no extrañaba su indigencia en absoluto.

Al recordar que la lucha contra Napoleón fue una de sus principales motivaciones, no pudo evitar cuestionarse si de verdad toda esa aventura tenía sentido: estaban al otro lado del mundo, en una misión que poco parecía tener que ver con lo que pasaba en la lejana Europa y a horas de invadir una metrópolis con una fuera militar minúscula...

Desde la cubierta del Ocean, después de tanto tiempo en la inmensidad del océano, Buenos Aires se perfilaba como una hermosa silueta en el horizonte.

Estaban a punto de desembarcar.

Crónica de una invasión Donde viven las historias. Descúbrelo ahora