Capítulo XVII

64 14 4
                                    

Posta del Río Segundo, 2 de agosto de 1806

Sumido en una total indignación, Sobremonte leía una carta por la que se anoticiaba de que el gobernador de Montevideo había decidido pasar de su autoridad e, ignorando totalmente sus órdenes, había organizado la reconquista de Buenos Aires por su cuenta, sin informarle ni pedirle su aprobación.

Los hombres que el virrey había logrado reunir en Córdoba, sumados a los que venían en camino, provenientes de Mendoza y Paraguay, tras una penosa e inútil marcha, llegarían a Buenos Aires entre el 20 y el 25 de agosto, cuando ya todo hubiera terminado. Sería un verdadero desperdicio de fuerzas y recursos.

Pero lo hecho, hecho estaba. Sobremonte escribió una carta a Ruiz Huidobro, reprendiéndolo por su decisión apresurada e inconsulta y, una segunda misiva se la dirigió a Liniers, avisándole de las tropas que estaban en camino. Le pidió que, de ser posible, esperara su llegada, a fin de contar con mayores fuerzas que aseguraran la victoria. Sin embargo, si se presentaba una oportunidad de atacar que no se pudiera desperdiciar, en ese caso, le daba su permiso para proceder.

Dos días después desembarcaban en Las Conchas las fuerzas de Liniers. Popham no había logrado impedir que cruzaran el estuario. Tenían aún un largo camino por delante para llegar a Buenos Aires, y la lluvia arreciaba. Montaron un campamento en un lugar protegido, previendo un ataque enemigo, y aguardaron a que el clima mejorara. Pronto empezaron a llegar contingentes de voluntarios desde todas direcciones.

Los pobladores de la zona se sumaron espontáneamente. Al día siguiente llegaron los marinos, tripulantes de la flota que los había transportado desde Montevideo; también arribó un grupo de milicianos —de los que se habían dispersado tras el ataque de Beresford— que Pueyrredón había vuelto a reunir; por último, llegaron hombres montados y armados, desde la Capital.

Para el día ocho, Beresford y Popham, habían empezado a preparar un plan de evacuación. Eran conscientes de que Liniers marchaba hacia Buenos Aires con una creciente fuerza. Popham había argumentado al gobernador el porqué de su fracaso en el estuario: sus naves tenían demasiado calado para poder maniobrar en el río; pero a Beresford no le interesaban las excusas: estaba furioso.

Mandó una partida bajo las órdenes del capitán Kennett, para que reacondicionara el puente sobre el Riachuelo —el que fuera incendiado cuando arribaron—, para tener una vía de escape hacia sus naves, en caso de tener que ordenar la retirada.

Mientras Beresford planeaba de ser necesario abandonar la ciudad sin más, Popham consideraba que debían tomarse represalias contra sus habitantes. Sus principios de honorable caballero exigían compensación; los pobladores eran un montón de gentes sin honor que no habían vacilado en faltar al juramento realizado de no tomar las armas contra Inglaterra, y no merecían más que desprecio. Por esto le insistía con vehemencia al gobernador que ordenara saquear la ciudad antes de la retirada, o aunque más no fuera, bombardearla.

Beresford hacía caso omiso del insistente pedido de Popham. Estaba más concentrado en tratar de no perder la ciudad que en lo que sucedería si tuvieran que abandonarla. Informado de cuán lejos se hallaban las fuerzas de Liniers y, teniendo en cuenta el mal estado del terreno a consecuencia de la intensa sudestada que se había abatido sobre la zona hasta hacía dos días, el gobernador calculó que les faltaban al menos tres días para arribar a Buenos Aires. El error de cálculo de Beresford haría que se encontraran en batalla antes de lo previsto.

***

Buenos Aires, 10 de agosto de 1806

Un emisario llegó al Fuerte con una intimación de Liniers dirigida a Beresford para que se rindiera. El gobernador, luego de leer la nota, le devolvió un escrito con la respuesta: no iba a abandonar su puesto.

Esa noche Liniers avanzó sobre la cuidad y para la mañana, tras un breve combate con una ínfima fuerza británica que se encontraba apostada en el lugar, sus tropas se instalaron en El Retiro —la plaza de toros de Buenos Aires—, distante unas diez cuadras del Fuerte. A la noche siguiente, protegidos por la oscuridad, partidas de españoles fueron avanzando por los techos, eliminando a los centinelas o haciéndolos retroceder hacia el Fuerte.

Los soldados de los regimientos 20º, 71º y el de Santa Elena, que se encontraban en el cuartel, debieron abandonarlo en medio de la noche y replegarse hacia el Fuerte, debido a la proximidad de los defensores. A la mañana siguiente, los españoles continuaron ganando terreno, mientras que el área que ocupaban los británicos se reducía cada vez más. Los locales habían llegado a escasas dos cuadras del Fuerte y los tenían rodeados.

El regimiento 71º fue enviado a contraatacar, con la intensión de recuperar El Retiro, pero fue repelido por los españoles que, desde los techos, tenían una posición privilegiada para emboscarlos. La violenta lluvia de disparos proveniente de las azoteas fue suficiente para hacerlos retroceder, provocándoles importante cantidad de bajas.

Hacía varios días que la tropa británica había dejado de recibir las raciones. En un primer momento, Beresford lo había endilgado al mal tiempo reinante. Pero ahora estaba seguro: estaban siendo sitiados.

Esa tarde le había ordenado a Popham que se embarcara y empezara a evacuar a los heridos y enfermos, como así también a las mujeres y niños. Pero el mal tiempo solo le permitió subir a bordo al primer grupo, quedando mujeres y niños a merced de la inminente batalla.

La Armada Real permitía que un número reducido de soldados de cada compañía contrajera matrimonio; las esposas, como así también los niños que nacían de esas uniones, seguían a la tropa a todas las campañas —y en caso de caer prisioneros, a sus presidios—. Siempre se trataba de mantenerlos en posiciones protegidas. Pero sin poder embarcarlos, no tenían otra forma de sacarlos de allí.

Crónica de una invasión Donde viven las historias. Descúbrelo ahora