Capítulo VIII

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Océano Atlántico, abril de 1806

El viaje inició tranquilo, con vientos favorables y ruta directa hacia el Río de la Plata. Las tropas asignadas por Baird para esta incursión fueron embarcadas en cinco transportes, escoltados por tres navíos, un bergantín y una fragata. Sumaban poco más de 1600 hombres.

Thomas hubiera viajado en el Ocean con el resto de su compañía, de no ser porque su amigo William le pidió a su padre que le permitiera embarcar en el HMS Diadem junto con él. Popham lo autorizó, ya que el soldado Caymes le parecía un joven muy educado y una buena influencia para su hijo.

Sin embargo, la pequeña compañía del 20º había quedado reducida a 6 hombres de tropa y un capitán, por lo que a estos no les hizo ninguna gracia cuando vieron al private Caymes abordar otra nave, disminuyendo aún más su número.

Los días pasaban y Popham no disimulaba su mal humor.

—Tu padre parece alterado —comentó Thomas, mientras acarreaba un extremo del saco con provisiones que les habían ordenado traer desde la bodega y llevarlo a la cocina.

—Está furioso. Es que Baird puso al general Beresford al mando de la expedición. Y él lo supo recién cuando ya habíamos zarpado —le respondió William, haciendo un gran esfuerzo por sostener la parte del pesado saco que le tocaba llevar, tratando de que no se zafara de sus manos.

—Pero me contaste que eran sus planes. ¿No tendrían que haberle asignado la misión a él?

—Así es. Por eso está realmente molesto con Baird. Mi padre hace años que viene planeando arrebatarle el Río de la Plata a España. Y ahora que por fin puede realizarlo, debe rendirle cuentas al general.

—Estoy seguro de que ambos comparten los mismos intereses, que son los intereses de su Majestad.

—Pero sus métodos son muy diferentes: no podrá dirigir la invasión como él hubiera querido. Además, de ser confiscado algún tesoro en la incursión, Beresford recibiría una cuantiosa cantidad, muy superior a la que le tocará a mi padre, en su carácter de segundo al mando.

—Y tú que decías que querías ser como el general...

Aunque Thomas caminaba delante, dándole la espalda, William adivinó la sonrisa burlona en su rostro, y solo se abstuvo de contestarle, porque ya habían llegado a la cocina.

Todo aquello era de verdad muy injusto para el capitán Popham; la idea de invadir el Río de la Plata había sido suya. Él fue quien, a base de insistencia, consiguió la flota, como así también, la información de utilidad para organizar el ataque. Llevaba años armándolo, moviendo las piezas necesarias para que todo encajara. Había hecho todo el trabajo y Beresford iba a recibir la gloria. Claro que no podía disimularlo.

***

En la noche de la séptima jornada, la escuadra fue azotada por una terrible tormenta. Los vientos levantaban gigantescas olas que parecían querer desmantelar las naves, y los relámpagos, volvían de día el cielo nocturno. Por la mañana y superado el mal tiempo, la flota se reagrupó, pero el Ocean no aparecía por ninguna parte. Lo esperaron durante todo el día sin embargo, ya no podían demorarse más y, a la mañana siguiente, reemprendieron el viaje.

—Debería haber estado con ellos —se lamentaba Thomas, apoyado en el barandal, con la mirada fija en el horizonte.

—No podías saber lo que pasaría. Además, el que hubieras estado en el Ocean, no habría evitado que se extraviara.

—Entonces, tendría que haberme perdido también.

—No te sientas mal. Que no los encontremos, no significa que hayan muerto. Puede que vuelvan al Cabo... o que encuentren la ruta y lleguen a Santa Elena.

—Si no lo hacen, no lo lograrán: es una embarcación pequeña para cruzar el Atlántico...

—Por desgracia, ya no podíamos esperarlos más.

—Lo sé...

William notaba que su amigo prefería pasar tiempo con él, antes que con sus compañeros. Sin embargo, ellos tenían una historia en común. A algunos los conocía desde el entrenamiento y habían pasado muchas cosas juntos. En su mente, buscaba las palabras para animar a Thomas.

—Ya no intentes confortarme; no merezco consuelo: lo primero que sentí cuando reemprendimos el viaje fue alivio por estar aquí y no con ellos... y eso no está bien —le confesó a su amigo.

William no supo qué responder a eso y ambos se quedaron en silencio, escrutando las olas.

***

Isla de Santa Helena, abril de 1806

La pérdida del Ocean se tradujo en 200 soldados menos, lo que representó una disminución significativa en la tropa y obligó a la expedición a desviarse a la Isla de Santa Helena, con la intensión de pedir refuerzos. Arribaron el 29 de abril.

Funcionaba allí un destacamento de la Compañía Británica de las Indias Orientales, que no era otra cosa que un grupo organizado de mercantes militarizados, conocidos como Casacas Rojas. Popham se dispuso a la tarea de solicitarle al gobernador de la isla, las tropas necesarias para compensar las que se habían perdido.

Santa Elena era la escala obligada entre Europa y Asia. El poblado no era muy pintoresco, de casas más bien precarias y derruídas a causa de las inclemencias del clima y el salitre del mar. La mitad de la población eran negros esclavos, que estaban de paso. A diario, llegaban y partían buques negreros, llevando valiosos cargamentos de mercancía humana, principalmente hacia las Américas.

Para el 2 de mayo, luego de reaprovisionarse, la flota reemprendió el viaje hacia el Río de la Plata. La escuadra había completado su número inicial de naves al adicionarse el barco mercante Justinia, con casi 300 hombres a bordo cedidos por el gobernador de la isla.

Durante el viaje, Popham consideró apropiado uniformar a toda la tripulación como los marinos mercantes. Así fue que, tanto los marineros como la tropa, fueron vestidos con una casaca roja. Consciente de la escasa cantidad de hombres, su intención era provocar la ilusión de una fuerza más numerosa.

Para el 26 de mayo Beresford y Popham, reunidos en consejo, decidieron que el segundo se adelantara al mando de la fragata HMS Narcissus, para verificar las condiciones del Río de la Plata. Al llegar, tendría que contactar con la fragata HMS Leda, que había salido antes desde el Cabo, con la misión de explorar el río y tomar mediciones que serían útiles para el desembarco. 

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