Villa de la Concepción, 1805
Agustina acababa de cumplir los primeros doce años de su vida, una vida realmente aburrida y monótona. Sus actividades diarias se reducían a entretenerse con los hijos de los mulatos que trabajaban en su casa, ayudar con los quehaceres y aprender a tejer y bordar. Aparte de eso, no había mucho más con qué distraerse por esos lares. Pero había una tarea que de verdad le encantaba: acompañar a los sirvientes a hacer recados al pueblo.
La finca de su familia estaba ubicada en la Frontera sur de Córdoba, en el Curato del Río Cuarto, y distante poco más de una legua de la Villa de la Concepción. Allí había sido congregado el vecindario, veinte años atrás, por disposición del entonces gobernador intendente de Córdoba del Tucumán, Don Rafael Núñez, Marqués de Sobremonte, a fin de protegerse del ataque de los indios.
La Villa de la Concepción era un pequeño poblado de alrededor de cincuenta manzanas, de las que solo estaban pobladas unas quince. Ir hasta allá por provisiones era todo un acontecimiento. Se podían ver viajeros, en especial, comerciantes de distintas procedencias: se los reconocía por sus ropas y sus acentos al hablar.
Concepción era el paso obligado, yendo desde Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata para cruzar por Mendoza a Santiago, Capitanía de Chile, y de vuelta.
Agustina disfrutaba su viaje mensual al poblado y atesoraba esas visitas como grandes sucesos en su intrascendente vida. Encontrarse con algún foráneo que estaba de paso significaba para ella romper con el hastío de la pequeña villa, donde siempre se veían las mismas caras y se hacían las mismas cosas. Nunca se perdía un viaje al pueblo, y cada vez que podía, se acercaba a oír hablar a esos extraños, que le resultaban tan fascinantes.
Toparse con algún porteño, puntano o chileno, o mejor aún, con algún europeo recién llegado —especialmente si no era español—, le provocaba una gran emoción; solía perderse el resto del día pensando en esos lugares lejanos y en cómo serían, hasta que su madre la traía de vuelta de un solo grito:
«¡Agustina Rosa Alfonso!» —la llamaba por su nombre completo, señal de que su progenitora, doña Juana Alfonso, estaba realmente molesta—. «¡Mirá lo que hacés, niña, que el bordado te está quedando chueco!» —le decía con la más profunda indignación, sin poder creer lo distraída que se volvía su hija cada vez que iba hasta la villa.
Pero, aunque la viuda se cansara de advertirle que no la dejaría volver al pueblo si seguía comportándose de esa manera, nunca cumplía con sus amenazas; no podía tener a su hija aislada siendo que pronto tendría que casarla. Era mejor que se paseara por allí de vez en cuando para que, llegado el momento, tuviera pretendientes interesados en cortejarla, entre los que se pudiera elegir al mejor partido.
Es que doña Juana no iba a dejar que su hija se casara con cualquiera. El apellido Alfonso tenía estirpe de conquistadores. Estaba emparentado con las principales familias del virreinato del Río de la Plata y también con las del Perú. Así que, mientras la jovencita soñaba con lugares lejanos, su madre pensaba en casarla bien.
Agustina era una soñadora empedernida por naturaleza, aunque en el último año, había empezado a hacerse a la idea de que su destino no iba a cambiar —si no es que a empeorar—, por lo que cada vez que podía, acudía a la capilla a implorarle al Santísimo que derramara su gracia y le concediera el don de la resignación.
Sin embargo, la resignación estaba tardando en llegar. En tanto, se conformaba con lo único emocionante que pasaba por aquellas tierras: el malón. Cuando daban la alarma y todos corrían a esconderse y empezaban a rezar, ella —escondida junto a una ventana—, admiraba la destreza de los fieros salvajes los que, con el torso desnudo, cruzaban a la carrera montando en pelo y dando aullidos que aterraban a toda la comarca.
Una vez que los indios se hallaban lejos, todo volvía a la normalidad y ahí era cuando la jovencita recordaba que en tres años más se casaría con algún insípido vecino de la villa que, como mínimo, le doblaría la edad y encima estarían emparentados: es que, en un poblado tan pequeño como Concepción, si empiezas a indagar el árbol genealógico, todos terminan parientes.
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Crónica de una invasión
LosowePor medio de las vivencias de un soldado inglés, seremos testigos de la invasión al Río de la Plata de 1806 y lo que pasó después. #ZelAwards2019 Obra registrada en Safe Creative