Capítulo IV

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—¡Hola! ¿Puedo sentarme?

—¡Claro! De todos modos, nadie más quiere el lugar.

—William, ¿verdad?

—William Popham, guardiamarina del HMS Diadem, para servirte.

Private Thomas Caymes, del 20° de Dragones —. Le estrechó la mano—. Eres el hijo del capitán, ¿no es así?

—Sí, así es. —Se quedó en silencio. No solía tener compañía; mucho menos, alguien con quién conversar.

Thomas notó su incomodidad.

—¿Que te parecieron los ejercicios matutinos de hoy? —preguntó, como para hablar de algo.

—Casi tan tediosos como los vespertinos de ayer...

Ambos rieron con ganas.

—El lugar es realmente exótico, pero no hay mucho para hacer.

—Cierto, es muy aburrido estar aquí. En cuanto al lugar, es mi primera expedición, así que no tengo mucho con qué comparar. Pero mi padre ha dicho que esta travesía, cambiará mi perspectiva sobre el mundo.

—Bueno, la verdad es que nunca había abandonado Londres, hasta ahora. Para mí, haber llegado hasta aquí, ya es extraordinario.

—Yo recorreré el mundo, como el coronel Beresford. Dentro de poco tendré la edad suficiente para iniciar la carrera de oficiales. Espero ser capitán antes de los veinte y general para los treinta. Mi familia es acaudalada ¿sabes?, así que el dinero no será un impedimento para costear los cargos; cuando cumpla los quince años podré comprar el primer grado de alférez y habré iniciando formalmente el ascenso.

—¿Y eso es lo que quieres?

—Es el deseo de mi padre... —dijo algo melancólico, pero en seguida se irguió y con determinación, agregó—: es mi deber.

—Entiendo.


William tenía catorce años y, a pesar de vestir el uniforme sencillo de cadete, siempre estaba entre los oficiales. Pero cada vez que tenía un descanso, solía vérselo junto a Thomas, conversando y contándose mutuamente historias de sus vivencias. Poco a poco, fueron forjando una estrecha amistad.

Considerando su corta edad, el joven Popham era muy avezado en tácticas de guerra y podía relatar, con lujo de detalles, batallas de las que Thomas jamás había oído hablar.

Este, por su parte, le contaba sobre sus vivencias en la calle; lo que había tenido que hacer para sobrevivir, su paso por el orfanato, e incluso, algo tan común como el trabajo de zapatero. Podían parecer cuestiones corrientes pero, para el muchacho de la alta sociedad, eran totalmente desconocidas, curiosas y entretenidas.

En cuanto a Thomas, tenía ya dieciocho años y era un soldado raso o private. La escuela de oficiales estaba por completo vetada para él desde el punto de vista económico, por lo que su destino era seguir siendo un simple soldado. Sin embargo, no envidiaba a su amigo; por el contrario, lo admiraba: William tenía mucha visión, adquirida de estar siempre rondando a los oficiales, preguntando y prestando mucha atención a todo lo que aquellos decían y hacían.

La mayoría de los cadetes y soldados, pensaba que el hijo del capitán era engreído y no solían acercársele. Thomas en cambio, creía que era un buen amigo, solo que su realidad distaba de la del resto de la tropa.

***

Faltando unos días para partir, el coronel William Carr Beresford, máximo oficial a cargo de la tropa, acompañado por el 20º regimiento de caballería que, habiendo perdido a su general, había quedado bajo su mando directo, se dispuso a adquirir caballos tanto para ellos como para los tres regimientos de artillería.

Desde Inglaterra solo se habían traído unos pocos animales, pertenecientes a los altos mandos, los cuales eran cuidados con mucho esmero. Aun así, algunos equinos habían muerto o se habían lastimado severamente con las violentas sacudidas del barco durante la última tormenta, por lo que tuvieron que ser sacrificados.

Thomas agradeció el poder hacer algo al fin. Se despidió de William y se unió a la caravana que marcharía hasta una finca no muy lejana, distante una hora y media a pie desde San Salvador. El coronel encabezaba la marcha montado en su bellísimo pura sangre; la tropa caminaba detrás.

El camino se hizo ameno por la belleza del paisaje. La exuberante vegetación y los animales desconocidos, que emitían sonidos extraños y apenas lograban ser divisados entre la tupida fronda, los mantuvieron entretenidos todo el viaje.

Al llegar al establecimiento, trataron directamente con el dueño. Este, ante la posibilidad de hacer una venta importante, los llevó de inmediato a ver los caballos, que resultaron ser excelentes: mansos, saludables y fuertes. Pero solo pudieron comprarse los mejores, que serían repartidos equitativamente entre los distintos regimientos, ya que los transportes no tenían suficiente espacio para llevar tantos animales como para procurarle uno a cada soldado.

El camino de regreso no fue tan agradable como el de ida. Empezaba a bajar el sol, sin embargo, la temperatura y la humedad no cedían y estos comenzaban a pesarles en el cuerpo. También los insectos aumentaron su número; ya sea que fueran atraídos por los animales que arreaban, o debido a la hora del día, que propiciaba su aparición, lo cierto es que una nube de mosquitos los acompañó hasta el puerto y les dejó tantas ronchas que algunos tuvieron que ser atendidos por el médico del regimiento, porque les dio fiebre.

Los caballos fueron embarcados, distribuidos en distintos transportes para repartir el peso. Y el 20º de Dragones Ligeros, que se había quedado sin nave, también tuvo que repartirse, por orden del coronel.

Tras reabastecerse, el 25 abandonaron Bahía siguiendo la línea de costa hacia el sur, pasando por Cabo Frío, hasta llegar a Río. Allí completaron las bodegas con agua y suministros y por fin, el 28 de noviembre abandonaron el continente con rumbo hacia el este, para cruzar por segunda vez el Atlántico.

Crónica de una invasión Donde viven las historias. Descúbrelo ahora