Después de pasar todo un mes elucubrando inútiles teorías sobre lo sucedido, Agustina por fin volvía al pueblo. Se separó de la comitiva y se dedicó a pasear por la plaza tratando de ubicar de vista a alguno de los Cabildantes. Había planeado acercarse al primero que viera e intentar averiguar algo sobre el tema que los tenía tan preocupados el mes anterior.
Pero se cansó de dar vueltas y no consiguió avistar a ninguno de ellos. Para peor, no tuvo tiempo de su distracción habitual de buscar extranjeros; sin darse cuenta se le habían pasado las horas y ya tenían que volver para su casa. La muchacha regresó abatida a su hogar, donde le pareció que la monotonía se había intensificado.
Tuvo que esperar todo otro mes, que se le hizo eterno. Había pasado demasiado tiempo y, aunque no veía la hora de viajar al poblado de nuevo, ya no creía que fuera a averiguar nada sobre el asunto. Como si no fuera suficiente tanta espera, al aproximarse la fecha del viaje, el clima se tornó tormentoso; llovió cuatro días seguidos y, para cuando dejó de diluviar, los caminos —que no eran más que huellas de carretas—, quedaron intransitables y hubo que aguardar que se secaran un poco.
Así fue que, con una demora de ocho días, al fin salió la comitiva de sirvientes hacia el pueblo, acompañados por la joven Agustina, quien no cabía en sí de las ganas de llegar.
—Algo pasaba en la villa la otra vez, Josefa...—le comentó a la criada, mientras jugueteaba con ansiedad enroscando su dedo índice en el mechón de cabello que remataba una de sus trenzas.
—Como usted diga, niña Agustina.
—... No pude averiguarlo el mes pasado, pero hoy tengo la oportunidad de saber qué sucede.
—Por favor, niña, no se meta en problemas, que después la patrona me castiga.
—Quedate tranquila, Josefa, que nadie se va a dar cuenta.
Cuando llegaron a Concepción, Agustina saltó del carromato y se pasó la mano por la falda para estirarle un poco las arrugas. Su vestido no era nuevo, ni muy lujoso, ya que no podía permitírselo, pero su madre le había enseñado a llevarlo con la dignidad de una dama. Por lo general, tras un viaje en carro, debía sacudirse de la ropa y el cabello, el polvillo que se le asentaba durante el trayecto por aquellos caminos medanosos, pero esta vez, como estaba aún la tierra húmeda, no fue necesario.
Se despidió de la mulata, que la quería como a una hija, y se separó de la comitiva. En seguida divisó a un par de Cabildantes paseando alrededor de la plaza y, con poco disimulo, se ubicó detrás para seguirlos, adaptando su paso al de ellos. Los escuchó hablar durante un tiempo pero, con decepción, descubrió que ya no parecían preocupados en lo absoluto. Así es que, al cabo de un rato, se aburrió y decidió volver a su antiguo divertimento de ubicar a los forasteros.
Se disponía a cruzar la plaza tras haber divisado del otro lado a un gringo —el que, a simple vista se notaba que no era de por allí—, cuando encontró colgado de un poste, en una de las esquinas de la plaza, un bando del Cabildo. Se detuvo a leerlo, intuyendo que podía tener que ver con el asunto misterioso que la mantuvo intrigada los últimos dos meses, ya que no lo había visto allí antes.
Efectivamente, en el escrito se informaba de la resolución del Virrey Sobremonte, de eximir a esa frontera del envío de tropas a Córdoba, para su adiestramiento, a no ser en un caso de extrema urgencia. Se aclaraba que dicha resolución era el resultado de las «gestiones realizadas por el Ilustre Cabildo de la Villa de La Concepción, para beneficio de todos sus habitantes».
Agustina quedó desencantada: todo se había resuelto antes de que pudiera averiguarlo. Las aventuras que imaginara mientras no lograba saber qué pasaba, se habían extinguido antes de comenzar. Suspiró desanimada: estaba condenada al aburrimiento.
Al levantar la vista, volvió a avistar al joven al otro lado del mercado. Se distinguía de lejos por su cabello rojizo y su piel muy clara, casi traslúcida, que contrastaba con la tez bronceada de la población general. Buscó con la mirada a los criados de su familia y vio que seguían ocupados con las compras, así que caminó muy rápido —casi corrió—, hasta llegar a donde estaba el extraño.
El muchacho, en apariencia británico, tenía unos 25 años y caminaba junto a doña Silvestra de Acosta, una joven recientemente enviudada, muy hermosa, hija de don Andrés Acosta, el Alcalde anterior de la villa. Justo tras ellos iban dos sirvientas de la viuda, quienes les daban realmente muy poca privacidad, e inmediatamente detrás, se ubicó Agustina, tratando de parecer lo más natural posible.
La conversación del gringo y la doña era de lo más amistosa y evidente; mirada va, sonrisa viene, la estaba cortejando en un español apenas entendible, por su marcado acento inglés.
«¡Qué injusta que es la vida!» —se reflexionó Agustina. Nunca se había interesado por los hombres, pero quizá se debiera a que ninguno de los que había conocido hasta entonces, era interesante—. ¡Cuando aparece uno bueno, me lo pierdo!».
Y con estos pensamientos, cruzó la calle pisando firme, para unirse al grupo de criados que ya habían terminado sus mandados y emprendían la vuelta a la finca.
La niña estuvo callada todo el viaje de regreso. Josefa intentó en vano darle conversación un par de veces pero, al ver que la niña no contestaba, desistió. Al llegar a casa, su madre observó que estaba alicaída. Cuando le preguntó qué le molestaba, Agustina explotó en inexplicable llanto:
— ¡Es que todavía soy muy joven para casarme! —y fue a encerrarse en su habitación.
Su madre se quedó con la boca abierta ante la violenta respuesta de su hija. Buscó inquisitiva la mirada de Josefa, pero la mulata se levantó de hombros y siguió acarreando las compras para la cocina.
Doña Alfonso había llegado a preocuparse porque a su hija menor no parecía importarle en absoluto su futuro. Así que pensó que, después de todo, era algo bueno que la chica empezara a mostrar interés en contraer matrimonio; considerando que ya tenía trece años, era momento de que dejara los juegos infantiles para convertirse en una señorita de sociedad.
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Crónica de una invasión
RandomPor medio de las vivencias de un soldado inglés, seremos testigos de la invasión al Río de la Plata de 1806 y lo que pasó después. #ZelAwards2019 Obra registrada en Safe Creative