Capítulo V

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Ciudad del Cabo, enero de 1806

Cruzar el océano Atlántico les llevó poco más de un mes en una travesía sin contratiempos. Lo más interesante que sucedió fue el choque del Protector con lo que creyeron unas rocas, pero que resultó ser una ballena. Así, tras un viaje por demás tranquilo, el sábado 4 de enero de 1806 a las cinco de la tarde, divisaron el cabo de Buena Esperanza.

No obstante, los transportes que llevaban a los regimientos 20º, 38º y parte de la artillería, fueron desviados hacia la Bahía de Saldanha, donde desembarcaron la tropa y los caballos. Y desde allí, se les ordenó que marcharan hasta Ciudad del Cabo.

Muchos animales llegaron en mal estado, debido a las condiciones de hacinamiento en que viajaron desde Brasil por lo que un gran número, fue abandonado en la bahía; aquellos que parecían saludables marcharon con la tropa, cargando las armas y municiones, y a los soldados, que iban turnándose, debido a que no alcanzaban las cabalgaduras para todos.

Los ciento veinte kilómetros que separaban la bahía del cabo, se transformaron en una penosa peregrinación de cinco días. A la tercera jornada de camino, los equinos empezaron a caer muertos a causa del agotamiento y la debilidad, y la tropa tuvo que seguir a pie el resto del viaje, arrastrando la artillería.

El 9 de enero llegaron a duras penas a destino y se encontraron con que la ciudad del Cabo de Buena Esperanza estaba a punto de capitular. A pesar del triunfo de la expedición, los hombres se sumieron en la amarga sensación de haberse esforzado tanto en vano.

Durante el desembarco frente al Cabo, tres días antes, el regimiento 93º había perdido a 36 hombres al volcarse una de las lanchas. Las aguas atiborradas de algas complicaron los movimientos de la pequeña embarcación. Los soldados cayeron al mar y quedaron atrapados, enredados en las traicioneras plantas acuáticas. Todos perecieron ahogados.

Ese triste incidente representó la pérdida más grande de tropas, ya que las bajas producidas durante el enfrentamiento armado, ascendieron sólo a quince.

***

Villa de la Concepción, enero de 1806

Mientras los criados regateaban los precios de las mercancías que debían comprar en la villa por orden de su ama, Agustina paseaba alrededor de la plaza, entre los carretones donde, así como se ofrecían carnes, granos y géneros, también se negociaban cabras, mulas y esclavos.

Había realizado su visita habitual a la capilla y estaba haciendo tiempo, cuando pasó cerca de un grupo de siete u ocho hombres que intercambiaban pareceres en un elevado tono de voz. Eran los Cabildantes, los hombres más importantes de Concepción, elegidos por y entre los españoles criollos del pueblo.

Entre ellos se encontraba el párroco, el Maestro Manuel Molina quien, con sus gestos y ademanes, parecía que intentaba calmar los ánimos de los que acompañaban, para que bajaran la voz y no alarmaran a toda la Villa.

—¡No es posible que el Virrey pretenda que mandemos hombres para Córdoba! —decía a gritos el Alguacil Mayor don Pedro Guerra—. ¡Qué milicias regladas, ni qué ocho cuartos! ¡Su excelencia conoce muy bien la situación de esta frontera!

—Es lo que dice el bando que ha llegado desde Córdoba; me lo ha comunicado el Comandante. Pero no se preocupe Alguacil, apelaremos. Ya fuimos eximidos una vez. Haremos llegar nuestro reclamo —le respondió el Alcalde, pero por las arrugas en su frente se notaba que él también estaba intranquilo y mucho.

—¡Usted dice que no me preocupe, don Gregorio, pero si estuviéramos obligados a cumplir... —argumentó Guerra, obstinado—, esta frontera quedaría indefensa!, ¡con el riesgo que significaría para todos los que poblamos esta villa y sus alrededores!

—Debemos estar calmados —interrumpió el cura—. Estoy seguro de que se trata de un malentendido. Les propongo que se reúnan en privado para tratar este tema —les dijo, mirando elocuentemente alrededor, señalando con el gesto a las gentes de la plaza que habían detenido su trajín para observarlos, atraídos por sus gritos.

—Sí, será mejor así —concedió el Alcalde. Los demás asintieron.

El Maestro Molina no formaba parte del Cabildo, pero era un hombre muy sensato y sus consejos eran normalmente bien recibidos por el Ayuntamiento. Además, al presidir la capilla, era un ciudadano muy influyente sobre toda la congregación, por lo que —todos coincidían—, era mejor mantenerlo contento y no contradecir su consejo.

Así fue que pactaron reunirse al día siguiente, a falta de una Casa Capitular, en el domicilio particular de uno de ellos, que funcionaba como Cabildo improvisado. Se saludaron con cortesía —como si no se hubieran estado gritando hasta hacía un momento—, y se dispersaron cada uno por su lado.

Agustina se quedó mirándolos, mientras se alejaban. No entendió mucho de lo que hablaban, pero había percibido la tensión en sus voces y visto la preocupación en sus rostros. Hubiera querido preguntar de qué se trataba, mas sabía que sería inútil tratar de averiguar algo: nadie en la Villa le contaría cosas importantes a una niña.

Crónica de una invasión Donde viven las historias. Descúbrelo ahora