Capítulo XVIII

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Buenos Aires, 12 de agosto de 1806

Al grito de «¡avancen!, ¡avancen!», la multitud de españoles enardecidos, compuesta de milicias, como así también de civiles —hombres y mujeres—, los rodeaba y pugnaba por abalanzarse sobre ellos, siendo apenas detenidos por la lluvia de metralla y disparos de Brown Bess, que se sucedían alternadamente, para mantenerlos a raya. La escena era estremecedora.

Los locales estaban por todas partes; desde arriba de los techos y balcones les disparaban con sus mosquetes, como así también, les arrojaban piedras y trozos de tejas arrancados de las azoteas, incluso agua hirviendo. Nunca habían visto algo así: la gente común peleando a la par de los soldados.

Thomas estaba aturdido. Sentía como un zumbido en su cabeza provocado por las detonaciones que se sucedían en todas direcciones; se oían gritos de sus compañeros de tropa: algunas eran órdenes, pero muchos eran alaridos desgarradores, como los que emite alguien herido de gravedad. También había un sonido agudo, como el de un silbato.

Éste sonaba cada cierto tiempo y, cuando lo hacía, Thomas observó que los españoles se tiraban al piso, con lo que evitaban las descargas de cañón que provenían del Fuerte. Luego se levantaban y proseguían el ataque, sin tener un rasguño. Era extraordinaria su coordinación. Él lo veía todo como una lenta sucesión de imágenes.

Alguien le tiró del brazo, haciéndolo caer al piso de la plaza donde se encontraban. Cuando Thomas salió de su aturdimiento se encontró en el suelo con su capitán

—¡Qué hace ahí parado, private Caymes! —le reprochó éste a los gritos.

—Es que yo... —balbuceó él en respuesta. Lo cierto es que no sabía qué hacía allí, ni cómo había llegado.

Recordaba que estaban en el interior del Fuerte y que, a la orden de su capitán, cargaron contra los españoles. Y luego, nada. Todo era difuso. No sabía a cuántos españoles había matado —si es que había matado a alguno— ni cuánto tiempo había estado en combate, rodeado por aquella densa niebla que apenas le dejaba ver una decena de yardas. Y de pronto se había despertado como de un sueño, para caer en una pesadilla.

Miró a su alrededor y vio mucha sangre sobre los cuerpos mutilados de sus compañeros. Se retorcían y extendían sus manos ensangrentadas hacia él. Thomas giró la cabeza y vomitó bilis. No tenía nada en el estómago, porque hacía tres días que —al igual que sus camaradas— no comía nada sólido.

Volvía a estar aturdido, cuando se encontró nuevamente con el rostro de su capitán, que le gritaba desaforado, pero él negaba con su cabeza. No porque no quisiera obedecer las órdenes sino porque, en su confusión, no lograba entender lo que Arbuthnot le decía.

Finalmente el capitán, perdiendo la paciencia, lo zamarreó y le hizo una seña que evidentemente significaba que había que replegarse. Thomas asintió, pero no se movió de inmediato; se quedó ahí tirado hasta que despacio logró ponerse de pie y como pudo, fue hacia donde le había indicado su capitán.

***

La tropa británica se guareció en el Fuerte, siendo el gobernador el último en entrar y tras de sí, se elevó el puente. Afuera se oía el rugido de la multitud de combatientes —soldados y civiles— quienes, habiendo recuperado la plaza, reclamaba sus cabezas. La situación era escalofriante. Adentro había un silencio incómodo y pánico en las miradas.

Sin demora, Beresford ordenó izar la bandera blanca. Y tras aguardar un tiempo prudencial notaron con horror que la multitud no se calmaba. Después del momento de espanto, vieron acercarse a dos españoles, uno de ellos portando una bandera blanca. Suspiraron aliviados.

Bajaron el puente para que los hombres entraran. Eran emisarios de Liniers quien, por su intermedio, reclamaba nuevamente la rendición del gobernador. Éste aceptó, pero viendo que afuera la muchedumbre seguía enardecida, decidieron subir al muro del Fuerte para tratar de tranquilizar al pueblo.

Sin embargo, al ver a Beresford junto a los emisarios, la gente no se calmó. Esto desconcertó al gobernador, quien consultó a sus acompañantes qué podía hacer. Uno de ellos le sugirió que izara la bandera española.

Esto le pareció acertado a Beresford, por lo que inmediatamente dio la orden a dos soldados de que le trajeran la enseña del monarca católico. Tras una espera que pareció interminable, volvieron sus hombres con semblante atemorizado y le comunicaron que, habiendo revisado todo el Fuerte, no habían hallado ninguna.

Milagrosamente vieron entre la multitud que se agolpaba en la plaza, a un soldado español portando un estandarte amarillo y rojo. Le hicieron señas de que se acercara y le pidieron la insignia para izarla en el Fuerte. Éste entregó la bandera que inmediatamente fue llevaba al techo y enarbolada en reemplazo de la británica. Al llegar el pabellón a la cima del mástil, la multitud estalló en una ovación de júbilo. Los británicos, desde el primero hasta el último, respiraron aliviados.

Beresford fue conducido hacia la plaza donde lo esperaba Liniers. Cuando llegó frente a su contrincante, quiso entregarle su espada en señal de rendición, pero éste no se la recibió; en su lugar, lo estrechó en un abrazo. Luego lo felicitó por haber sido un digno adversario y le pidió disculpas por la ignorancia de sus hombres del significado de la bandera blanca.

Tras la entrevista, volvió Beresford al Fuerte donde le habló a su tropa. Y aunque intentó mostrarse digno, por momentos se le quebraba la voz, lo que en vez de levantarles la moral, les causó el efecto contrario. Un par de horas después salieron los soldados británicos del Fuerte. Desmoralizados y con la cabeza gacha, cruzaron la plaza en una sola fila custodiada a ambos lados por la fuerza local y fueron depositando sus armas en el suelo, frente a los oficiales españoles.

William no se encontraba entre ellos —su padre había ordenado que se embarcara dos días antes que él— pero Thomas estaba seguro de que, de haber estado presente, le habría confirmado que aquella era de las peores derrotas que hubiera sufrido la Armada Británica en toda su historia.

Crónica de una invasión Donde viven las historias. Descúbrelo ahora