Capítulo XIX

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Villa de la Concepción, diciembre de 1806

Los vecinos de la Villa salían a la calle para observar la procesión que pasaba. La caravana tenía un aspecto lamentable. Exhaustos, sudados, colorados por la insolación, con los labios agrietados y el cabello duro de mugre; los prisioneros realmente lucían muy mal. Sus ropas civiles —no vestían el uniforme porque éste les había sido quitado en Buenos Aires para vestir a la milicia local— y su calzado, estaban totalmente raídos. El cansancio ya no les permitía emitir palabra, por lo que la caravana marchaba en silencio, arrastrando los pies.

Agustina observaba expectante entre la multitud, la procesión que iba pasando. Desde que les había llegado la noticia de que se acercaba una comitiva de prisioneros, con destino a La Carlota, había estado muy ansiosa y, cuando finalmente llegó el día que arribaban, le insistió a su madre que la dejara ir a la Villa para verlos.

Doña Juana, su madre, la había autorizado a ir —acompañada por un grupo de criados—, pero más que por su insistencia, fue porque sabía que la Villa estaría llena de vecinos de toda la comarca que se llegarían para ver pasar a los prisioneros. Ese día, debido al inusual acontecimiento, se congregarían al mismo tiempo en el pueblo muchos hombres jóvenes y respetables, incluso de localidades bastante alejadas —cosa que rara vez sucedía— y consideró que no podía dejar pasar esa oportunidad para que su hija se mostrara en sociedad.

Agustina se moría de ganas de acercarse y hablar con los ingleses, pero sabía que no podría comunicarse con ellos, a menos que alguno casualmente hablara español. Hasta que en un momento, apareció una oportunidad y la jovencita no la dejó escapar: don Alejandro Wilson, el irlandés que tiempo atrás se había afincado en la Villa, junto a su esposa doña Silvestra, estaban ofreciendo agua a los recién llegados.

Los británicos, deshidratados por el viaje, la recibían gustosos y tras sentirse reconfortados, se ponían a conversar con don Wilson, contentos de encontrar a alguien que los recibiera, hablándoles en su propia lengua. Agustina corrió a reunirse con ellos y le ofreció ayuda a doña Silvestra quien —sospechando las verdaderas intenciones de la jovencita—, esbozó una media sonrisa y una mirada pícara, y le extendió un cuenco para que sirviera agua a los prisioneros.

De pronto la muchacha se encontró entregando el tazón con la vital bebida a hombres, mujeres y niños desconocidos y recibiendo a cambio palabras incomprensibles en inglés pero que, por el tono, dedujo que serían agradecimientos. Ella les respondía con un asentimiento de cabeza, por no saber cómo contestar.

Para Agustina este era un sueño hecho realidad. Habían llegado unas 50 personas juntas desde el otro lado del mundo, hablando otra lengua y portando otra cultura: todo ello los hacía sumamente interesantes. Una bocanada de aire fresco en la agobiante monotonía de la polvorienta villa fronteriza.

***

Con las primeras luces del día siguiente, la caravana reemprendió el viaje y para el anochecer del segundo día los caminantes arribaron finalmente al Fuerte de La Carlota.

Dentro de la empalizada se levantaban unos cuantos ranchos de adobe donde vivían los soldados con sus familias y algunos pobladores de la zona que, a causa del ataque de los indios habían terminado viviendo dentro del fuerte de manera permanente. Muchos de ellos, indios de tribus pacíficas que eran acosados por el malón al igual que los españoles.

En Buenos Aires, Córdoba e incluso en la Villa de la Concepción, podían diferenciarse a simple vista los diferentes estratos sociales. En cambio, en la campiña —y en el fuerte— estaban generalizadas las mezclas; podían encontrarse uniones conformadas por españoles con indias, indios con mulatas, mulatos con negras, españoles con mulatas.

En el Fuerte eran principalmente los soldados quienes, a falta de mujeres españolas, propiciaban estas mezclas, ya que los oficiales —en su mayoría, europeos o criollos de familias de abolengo—, preferían contraer matrimonio con mujeres de su mismo estrato.

Thomas pudo observar que los criollos mezclados no ocupaban cargos importantes, pero nada les impedía formar familias y multiplicarse, adquirir tierras y labrarlas para su subsistencia. Llegó a la conclusión de que, en unos años, en aquella zona ya no habría españoles, negros o indios; se volvería tierra de «criollos», sin distinción de origen.

La vida de los prisioneros transcurría de manera tranquila, casi podía decirse que monótona; tenían libertad para ir y venir, mientras que no salieran del Fuerte y, si lo hacían, siempre con custodia. Si bien nadie los obligaba a trabajar —ya que se les brindaba un lugar donde dormir dentro de un galpón y raciones de alimento a diario— con el paso de los días algunos empezaron a buscar qué hacer para paliar el aburrimiento.

Así comenzaron a relacionarse con los pobladores, comunicándose por señas y ampliando las palabras básicas en español que habían ido aprendiendo por el camino.

Los habitantes civiles poco a poco los incluyeron en sus vidas; los saludaban, compartían el mate y trabajaban a la par, como si de un vecino más se tratase. También los observaban con curiosidad cuando, un grupo de ellos, correteaba pateando una pelota, recreando un juego británico —desconocido para los españoles de la colonia—, llamado football.

Los soldados, por su parte, eran más reticentes a relacionarse con los prisioneros —al fin y al cabo, eran el enemigo—, pero solo unos pocos demostraban verdadera hostilidad. Uno de ellos era el soldado Manuel Montiel, quien no perdía oportunidad de hablar mal de los reclusos, sembrando sospechas sobre su supuesto mal comportamiento. Según decía, los herejes conspiraban en las sombras para escapar y volver a tomar Buenos Aires.

Su esmero en esparcir habladurías contra los ingleses no prosperó. Sus dichos nunca llegaron a probarse y al examinarse la intachable conducta de los prisioneros, se puso en evidencia que no se trataba más que de un encono personal del soldado hacia los extranjeros.

Sumido en el descrédito, solía dirigirse periódicamente a ahogar su indignación en alcohol —al punto de gastar toda la paga del mes en un solo día— en la pulpería de don Jerónimo Mendoza, frente a la plaza de la Villa de la Concepción. Siempre lo acompañaba un vecino de La Carlota de nombre Isidoro Negrete, quien compartía su antipatía hacia los foráneos. Los clientes de aquella pulpería serían testigos de los acontecimientos que ocurrirían entre Montiel y el prisionero Thomas Caymes, y que cambiarían sus destinos para siempre. 

Crónica de una invasión Donde viven las historias. Descúbrelo ahora