Quilmes, 25 de junio de 1806
La tropa se agolpaba en las lanchas que se hundían pesadamente en el lecho del río. Faltando una distancia de unos 400 pasos para la orilla, las embarcaciones encallaron y ya no hubo forma de moverlas. El general Beresford, quien encabezaba el desembarco, dio la orden de terminar el trayecto a pie. Así fue que los soldados descendieron de las lanchas y trabajosamente caminaron hasta la playa, con el agua por sobre las rodillas.
Popham, quien permanecía a bordo del HMS Narcissus sin participar del desembarque, observaba con su catalejo las peripecias de sus hombres. Al ver su serio semblante, su hijo William trató de animarlo.
—No es nada grave, sólo es un poco de agua.
—Una mojadura así puede diezmar un regimiento —le respondió cortante, su padre—. Estamos a las puertas de una metrópoli de más de 40.000 almas, no podemos darnos el lujo de ver menguadas nuestras fuerzas.
William comprendió la gravedad del asunto y decidió guardar silencio. Cuando su padre estaba con ese humor, era mejor no molestarlo con comentarios triviales, por más bien intencionados que fueran.
Anochecía y los soldados habían terminado de desembarcar sin ningún tipo de oposición por parte de los españoles. El agua helada y las bajas temperaturas invernales que registraba el Río de la Plata a fines de junio, los había obligado a encender inmediatamente fogatas para calentarse y secar sus uniformes y calzado.
Pasaron la noche tiritando por el frío y sin poder dormir, recelosos de una pequeña compañía criolla que se había limitado a acampar en una barranca cercana, al noroeste de su ubicación. Aunque no era lo único que les causaba desconfianza: también estaban los animales salvajes que habitaban esas tierras, totalmente desconocidos para ellos.
Les infundían especial temor los inquietantes aullidos de alguna especie de coyote, los que, al retumbar en las barrancas, parecían provenir de todas direcciones. Incluso algunos soldados, aseguraron haber visto a lo lejos y en medio de la noche, a aquellos animales grandes como lobos con sus ojos refulgentes, deslizándose por sobre los pastizales, como si fueran bestias fantasmagóricas, salidas del mismo infierno.
A las siete de la mañana del día siguiente fueron despertados por varios cañonazos. Sobresaltados por las explosiones, salieron corriendo a tomar sus armas, abandonando sus vivacs a medio vestir. Pasado el desconcierto inicial, pudieron comprobar que las detonaciones habían salido de una de sus propias naves, el HMS Encounter, que había sido encallado cerca de la costa para proteger el desembarco.
—¡Nos atacan, general! ¡Vienen del sur! —Vociferó el encargado de las comunicaciones, al descifrar las señales con banderas que les hacían desde el barco.
—¿Un ataque? —preguntó, incrédulo Beresford, e inmediatamente buscó con su mirada el campamento español.
No se habían movido. ¿Qué estaba pasando? Corrió hacia el puesto vigía, ubicado sobre un montículo elevado y a medio camino, le gritó:
—¡Centinela! ¡Informe!
—¡Vienen caballos, general! —respondió, el guardia. Y un poco intimidado, agregó— pero no es un ataque.
Beresford lo miró ceñudo; no le gustaba la incertidumbre. Anduvo a la carrera lo que faltaba del trayecto hasta el promontorio y empezó a escalar la roca. Tenía que verlo por sí mismo.
Al llegar arriba, se quedó mirando el horizonte, incrédulo. La supuesta incursión de caballería que se aproximaba al campamento desde el sur y que el HMS Encounter había intentado repeler a cañonazos, no era tal. Había caballos, sí, pero éstos no tenían jinete; se trataba de una manada de caballos salvajes que, haciendo caso omiso a la presencia de los invasores, vagaban a la carrera por las pampas, con total libertad.
Pasado el susto y tras bajar al campamento, Beresford ordenó alistarse. La escasa tropa de españoles que había acampado sobre la barranca seguía en el mismo lugar y sin hacer ningún movimiento. No mostraban señales de que fueran a atacar, sin embargo, lo ocurrido con los caballos puso en evidencia su vulnerable ubicación y reducido número. No podían darse el lujo de que los españoles atacaran primero. Así es que, en cuanto estuvieron listos, ordenó el avance.
Las gaitas del Regimiento 71º, marcaban el ritmo de la marcha. Entre la playa y las barrancas había una milla de bañado que sortear y pronto descubrieron la dificultad de cruzar por el terreno cenagoso con la artillería pesada: tras infructuosos esfuerzos, decidieron abandonar los cañones allí, atascados en el barro. Luego volverían a buscarlos.
Al acercarse a la pared rocosa, Beresford mandó a la columna desplegarse para cubrir mejor el terreno. El 20º —debido a su escaso número— se desplegó a la derecha, siguiendo al 71º; a la izquierda, se ubicaron los infantes de marina; y al centro y atrás, quedó el cuerpo de Santa Helena. Al ver este despliegue los españoles empezaron a disparar. Pero sus tiros no tenían nada de certeros: la mayoría de sus disparos eran largos, pasándoles por encima de sus cabezas, sin ocasionarles daño alguno.
La tropa británica primero trató de cubrirse del ataque pero, al ver la evidente mala puntería de los españoles, se miraron los unos a los otros sin poder creerlo y prosiguieron su marcha, avanzando hacia el barranco y alternando ráfagas de fusil con disparos de obús.
Los defensores indudablemente habían tenido un muy ineficaz entrenamiento y esto se vio reflejado no solo en su desempeño con las armas, sino que también se hizo muy evidente en su falta de disciplina cuando, al sonar las órdenes de retirada en el tambor, huyeron en desbandada, sin formación alguna y presas del pánico, atropellándose los unos a los otros.
Al alcanzar la cima del barranco, como iban a pie y no contaban con caballería —excepto los oficiales—, Beresford dio la orden de no perseguir a los españoles quienes, tras la huida, se habían guarecido en ranchos cercanos, y apostado tras cercos de tunas. El coronel decidió que la tropa descansara —ya que la caminata por el lodazal había sido agotadora—, y que se atendieran los heridos. Éstos ciertamente fueron una cantidad insignificante, considerando que los españoles tenían la ventaja de estar en una posición elevada desde donde podrían haberlos arrasado.
También mandó que se recuperaran los cañones que quedaron atascados en el barro del bañado y al mismo tiempo, se apoderaron de cinco cañones que los criollos se habían dejado olvidados durante la fuga.
Al cabo de unas dos horas, retomaron la marcha y para el anochecer, cuando se acercaban al río denominado Riachuelo, vieron cómo los españoles incendiaban el único puente, entorpeciéndoles el paso al otro lado. Además, las embarcaciones que horas antes estaban amarradas en la orilla, habían sido llevadas a la margen opuesta, para impedir que las utilizaran para cruzar.
Esa noche, acamparon cerca del río, pudiendo dormir muy poco entre aullidos y disparos que cada tanto se oían, de una u otra orilla. La ansiedad tampoco les dejaba dormir: al día siguiente entrarían a Buenos Aires, la Capital del Virreinato del Río de la Plata.
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Crónica de una invasión
RandomPor medio de las vivencias de un soldado inglés, seremos testigos de la invasión al Río de la Plata de 1806 y lo que pasó después. #ZelAwards2019 Obra registrada en Safe Creative