p r ó l o g o

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París, 1871

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París, 1871

El Persa, todavía agotado por los eventos de unas semanas atrás, cuando casi había muerto en la cámara de los suplicios para más tarde ser ahogado debajo de la Ópera popular de París junto a Monsieur de Chagny; terminaba de escribir su relato sobre lo acontecido con la soprano Christine Daaé, aún desconociendo qué había sido de ella y del joven vizconde, Raoul de Chagny.

La justicia lo había llamado un lunático en cuánto había dado su declaración, porque había insistido en que Christine había sido raptada por el fantasma de la Ópera—quien estaba perdida y obsesivamente enamorado de ella—y que el vizconde, al igual que Philippe, su hermano mayor, habían también caído en manos de esa cruel figura deforme que por algún motivo le había permitido escapar.

Los días transcurridos desde el evento se sentían eternos. Aún aterrado de pensar en ello, y con pesadillas atormentándolo cada que cerraba los ojos, el Persa estaba completamente seguro de que, si bien el juez lo había ignorado, la prensa escucharía su historia, y que eventualmente alguien llegaría para ayudarlo a rescatar a la desgraciada de Christine Daaé, que había abandonado su libertad al convertirse en la mujer del fantasma de la Ópera para salvarlos a él, y a su antiguo prometido, Raoul. Para salvar a todos aquellos desafortunados que se encontraban en la ópera popular la noche del rapto, en realidad, pues Erik, actuando como un demonio borracho—según descrito por Christine—había amenazado con hacer explotar el lugar si la joven se rehusaba a convertirse en su esposa.

Tres golpeteos en la puerta lo retiraron de escribir las últimas palabras de su relato.

Darius, su fiel servidor, se adentró en la habitación después de un par de segundos, haciéndole saber que un extranjero había llegado a visitarle y que suplicaba con urgencia de hablar con él. El Persa, entre sus sospechas, tras ver que se trataba de Erik—el mismísimo fantasma de la Ópera—aturdió con preguntas al joven monstruo que se encontraba frente a él. Le era imposible pensar que alguien de tan joven fuera capaz de tal maldad como la que Erik causaba.

—¿Qué has hecho con Christine Daaé y el vizconde de Chagny? —dijo el Persa rápidamente.

—Oh, Daroga. —Soltó Erik en un suspiro al tiempo que se sentaba en uno de los sillones de la habitación.— ¡La quiero tanto! La amo aún, Daroga. Si supieras que hermosa estaba cuando me permitió besarla viva. Era la primera vez que besaba a una mujer, ¿me oyes? La primera vez, Daroga. ¡La besé estando viva y era hermosa como una muerta!

—¿Qué has hecho con Christine Daaé y el vizconde de Chagny? —insistió el Persa nuevamente.

—Yo la besé, Daroga, besé a Christine estando viva, y ella... ¡no murió! —dijo el joven con la máscara puesta, cubriendo por completo la fealdad de su deforme y destrozado rostro—. Mi madre, Daroga, tú sabes que la pobre desgraciada de mi madre nunca me dejó besarla, siempre corría de mí, aventándome la máscara; pero Christine, Daroga, Christine me dejó besarla aquí, en su frente, y ella ¡no murió!

—¿Vas a decirme si está viva o muerta?

—¿Por qué me zarandeas de esta forma? —contestó Erik desganado—, si te he dicho ya que la besé estando viva.

—¿Y ahora está muerta?

—La besé en su frente y ella no se apartó de mis labios, ¡es una mujer maravillosa! No creo que esté muerta, aunque eso ya no me corresponde. Pero ella debe estar viva, y no me gustaría saber que alguien ha tocado un solo cabello dorado de su cabeza. Y a ti tampoco te gustaría saberlo, Daroga, porque tú serías un hombre muerto de no ser por ella; ya me había olvidado completamente de ti, pues tenía a Christine conmigo y no necesitaba ayudar a un desgraciado como tú, pero ella me miró con sus hermosos ojos azules y me juró por la salvación de su alma, que si los rescataba a ti y a su antiguo prometido, sería mi esposa viva; y yo, por primera vez desde que ella aceptó ser mi esposa, vi realmente a mi esposa viva, no a mi esposa muerta, no a la que trató de matarse frente a mis ojos en cuanto la llevé a mi casa aquel día, no a la que tuve que atar mientras la veía llorar, rogándome que la dejara ir; vi a mi esposa viva; por eso estás aquí hoy, Daroga, por eso es que sigues vivo, le debes la vida a Christine.

—¿Y el vizconde? ¿Qué hiciste con él? —preguntó el Persa.

—No podía solamente liberarlo, no. Entiende, Daroga, que a él lo necesitaba de rehén, pero no podía dejarlo en la casa del lago por Christine. Mientras él dormía y sin que ella se enterara, lo llevé al calabozo de los comuneros, debajo de la Ópera, lo suficientemente alejado para que nadie pudiera oírlo nunca, y lo até muy bien; en ese lugar nadie lo encontraría, así que lo encerré ahí y me fui con Christine. Ella estaba tranquila, Daroga, me esperaba a mí, y estoy seguro de que, como una esposa viva (y no demasiado, sino sólo un poco), me tendió la frente para que la besara. Cuando la besé, Christine se mantuvo en silencio, me dejó hacerlo, y ¡no murió! Me sentí tan afortunado, Daroga, que me puse de rodillas y le besé los pies. Estaba llorando, Christine estaba llorando; tú también lloras, Daroga, al igual que el ángel lloraba. Sus lágrimas caían sobre mi rostro, se mezclaban con las mías y se deslizaban sobre mí. Oye lo que hice, Daroga, oye; me quité la máscara, pues no quería perder ni una sola de sus lágrimas, y ella... Christine, ella... ¡no murió! ¡Ellano murió, Daroga! En lugar de eso, me miró llorando y dijo «Pobre Erik».

»He probado toda la felicidad del mundo, Daroga —continuó Erik, que observaba al Persa mientras éste lloraba—. Saqué de mi bolsillo el anillo dorado que le había dado, el que ella había perdido, aquel anillo que la comprometía conmigo y le prohibía estar con cualquier otro hombre, ella me extendió la mano y lo deslicé sobre su dedo; le dije entonces que lo tomara como un regalo de bodas de parte de su «Pobre Erik», que sería mi regalo para ella y su prometido. En cuanto comprendió mis palabras, Christine me besó, Daroga (¡no mires!), me besó aquí, en mi frente, con sus dulces labios rosados, Christine me besó. Entonces fui y liberé al vizconde. Se abrazaron frente a mí, y pude ver que Christine ya no lloraba, sólo yo lloraba. Y los observe mientras se marchaban. El ángel se fue y me quedé solo, llorando; pero yo, siendo el desdichado que soy, no necesitaba nada más, pues ya había conocido toda la felicidad que se me podía ofrecer.

Ambos conversaron por varios momentos más, el Persa observando en ocasiones el escrito que pensaba entregar para buscar la libertad de la joven soprano. Si el relato de Erik era cierto, Christine y el vizconde se habían casado, al día siguiente de ser liberados, en una pequeña iglesia en las afueras de París, y habían abandonado la ciudad, desapareciendo por completo y sin dejar rastro alguno.

Y Erik, quien aún sollozaba y dolía por la pérdida de su amada, se mantuvo en su casa del lago debajo de la Ópera Popular de París, esperando en silencio a que la muerte lo acurrucara como una manta, pues aún después de haber saboreado la alegría más exorbitante de todas, había perdido a su Christine, y estaba seguro de que nadie nunca, ni siquiera a pesar de los años, podría reemplazarla.

Y Erik, quien aún sollozaba y dolía por la pérdida de su amada, se mantuvo en su casa del lago debajo de la Ópera Popular de París, esperando en silencio a que la muerte lo acurrucara como una manta, pues aún después de haber saboreado la alegría ...

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Anya | El Fantasma de la ÓperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora