c a p í t u l o d i e z

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Capítulo 10

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Capítulo 10. El Persa y el fantasma

La Faure-Dumont abrió los ojos y se sintió inmóvil ante las sábanas que le cubrían del frío en aquella habitación de la casa del lago. Un dolor profundo le invadió las extremidades, pero se obligó a sí misma a sentarse en la cama. Con la garganta seca y las lágrimas aún saliéndole de los ojos, se puso de pie y miró al vestido que se encontraba en el sofá de terciopelo al otro lado de la habitación.

Como todos los días desde su llegada, había sobre su mesita de madera un plato de comida, un vaso de té—que estaba ya tan helado como la cueva—y una copa de vino a medio llenar; además, un atuendo de colores opacos le esperaba bien acomodado, y un listón para el cabello—que combinaba con sus prendas—descansaba sobre el tocador frente al espejo. También, en esa mañana, cambiando un poco lo que parecía ser el orden de todo lo que la rodeaba en su nueva vida, un anillo dorado se encontraba atascado en el dedo anular de su mano izquierda. Intentó sacarlo por varios minutos antes de rendirse, sintiendo como si se estuviera arrancando un pedazo de la mano, que estaba completamente rojo e irritado.

Cuando se levantó de la cama, dirigiéndose a su desayuno, el cuerpo lo sintió tan débil que se cayó de rodillas inmediatamente. Se dejó llorar un poco más ante el recuerdo de todo aquello que había ocurrido, la pijama de seda rozándole el torso. "Tu padre, tu elenco, tu Ópera, ¡todos van a acabar muertos y destrozados!" gritaba la voz en el fondo de sus memorias. "Y tú, ¡tú, mi nueva prometida! ¡Vas a quedarte conmigo hasta que seas vieja, horrible, hasta que nadie te quiera mas que yo! ¡Entonces voy a cortarte pedazo por pedazo y voy a dejarte viva para que me ruegues que ya acabe contigo! ¡Vas a pedirme que te mate, Anya!" Se arrastró hasta tener su espalda contra el muro de roca, cubriendo su rostro y soltando los gritos entrecortados que el miedo le hacía soltar. "¡Vas a pedirme que detenga tu dolor y sufrimiento, pero yo te voy a dejar viva incluso después de mi muerte!".

Pasaron unos quince minutos de lágrimas—en los que la joven, con el corazón destrozado, se forzó a sí misma a respirar, por más difícil que fuese—antes de que la puerta se abriera de golpe y la Faure-Dumont se pusiera de pie, cerrando los ojos con fuerza e intentara echarse para atrás, chocando contra la pared que le impedía retroceder.

—Por favor —rogó—, por favor déjeme. No intentaré huir de nuevo, pero no me haga daño. Déjeme, ¡se lo suplico!

—¡Mademoiselle Faure-Dumont! —Soltó una voz distinta a la de Erik, y unas manos grandes, un tanto regordetas y cálidas le tomaron de los hombros, haciéndola gritar.— ¡Mademoiselle, cálmese! ¡Soy yo!

Abrió los ojos finalmente, y las respiraciones pesadas cesaron cuando se aventó a él, ignorando lo inapropiado de la situación, abrazándolo con una fuerza que no sabía que le quedaba después de la noche anterior.

—Discúlpeme, Monsieur, —Lloró.— usted tuvo razón todo este tiempo y yo lo tomé por un loco. ¡Jamás debí ir en contra de sus advertencias!

El Persa la envolvió en sus brazos, sintiendo contra su pecho lo agitada que se encontraba.

Anya | El Fantasma de la ÓperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora