Capítulo 13. Una carta de amor
Las risas de las muchachas en el camerino de la Paulette detuvieron el paso enfurecido del tenor que se sentía enteramente traicionado. Escuchó cuchicheos y carcajadas que le llamaron la atención, pues su nombre y el de la Faure-Dumont, estaban incluidos entre las palabras, los insultos y el triunfo que a las jóvenes les causaba lo acontecido aquella mañana.
Horas más tarde, cuando Anya no se presentó al ensayo y el director puso a la Paulette a cantar en su lugar, la mirada que se echaron Jammie y la Giry fue algo que Monsieur Fiquet no pudo ignorar. Después de eso, su mente no tardó demasiado en conectar los puntos y en arrepentirse de todo lo que había le había dicho a la joven, para más tarde quedarse afuera del camerino y oír cómo se la llevaba de nuevo el fantasma, que ahora tenía un nombre ante sus oídos.
Desde el segundo que finalizó el ensayo, el tenor salió por detrás del escenario, encaminándose a la habitación en la que había permitido que sus sentimientos le nublaran el juicio. Ni siquiera se molestó en cambiarse, y con el traje de un príncipe, corrió a toda velocidad sin detenerse un momento a pensarlo. Abrió la puerta en cuanto llegó y sintió sus manos sudando al pronunciar a todo volumen:
—¡Erik! —El silencio fue la respuesta que obtuvo, pero no se retiró aún.— ¡Erik! ¡Sé que ese es su nombre, Monsieur! ¡No sea cobarde y muestre la cara!
De nuevo, silencio. Nadie ni nada parecía responderle, sólo el eco interminable de su voz resonando en su cabeza, de sus propias palabras y del arrepentimiento. Sin embargo, aquello no demoró mucho más en interrumpirse con el único sonido real que allí podía encontrarse.
—¿Cobarde, yo? —Llamó la voz que llenaba los muros. Monsieur Gastón, de inmediato, quedó boquiabierto. El fantasma de la Ópera está en todas partes, ese fue su pensamiento: seguir la superstición y creer lo que todos decían, dándole un poder espiritual a aquel sujeto. ¿O sería que el hombre estaba, como había narrado Anya, oculto tras el espejo?— Creo que tal calificación le corresponde a usted, que permitió que me llevara a la mujer que ama solamente porque se sintió traicionado.
—¿Lo sabía?
—Por supuesto que lo sabía, Monsieur Fiquet —respondió—, yo sé todo lo que ocurre en mi Ópera. Usted escuchaba detrás de la puerta como un verdadero cobarde, y aunque mi Anya juraba que no era culpable de la carta que usted había recibido y que a mí me había enfurecido, no creyó en su palabra, sino que dejó que llorara y suplicara por su libertad.
»Dígame, Monsieur, ¿cree usted que eso no es cobardía, egoísmo y estupidez?
—¡Usted tampoco creyó en su palabra, Erik! ¡Admítalo!
—Se equivoca, señor. Creí (y creo aún) tanto en la palabra de mi Anya, que ella está en su habitación y su hogar en este momento, esperando a que su padre llegue, lea la carta que he escrito para él, y pueda disculparme por hacer que mi prometida faltara al ensayo.
—¿Entonces qué fue todo eso? —soltó Monsieur Fiquet— ¿Por qué la hizo creer que desconfiaba de aquello que de sus labios salía?
—Por usted, Gustave Fiquet. Para que pudiéramos tener esta agradable conversación en cuanto se diera cuenta de lo lógico y viniera a rogarme que la liberara —Pausó.— Pero ambos vimos esta tarde quién de los dos merece tener a su lado a alguien tan pura como mi Anya, tan honesta, dulce, buena y sincera.
—¿Cuál es su punto, Erik?
—Aléjese de Anya, Monsieur Fiquet, a menos que quiera ver cómo su carrera se acaba antes de que yo me encargue de finalizar también su vida.
—¿Está usted amenazándome? —espetó Gustave, mirando a su alrededor para intentar encontrar a la voz que se reía en cada esquina del camerino.
—Creo que me ha malinterpretado, Monsieur —soltó el otro—, yo soy el fantasma de la Ópera, no necesito amenazas. Aquello era más bien una advertencia. Siéntase afortunado, no suelo dar muchas.
La Faure-Dumont cerró la puerta justo después de abrirla. El muchacho, con la cara empapada en sudor y el sombrero bien sujetado entre las manos, puso el pie entre la pared y la madera, deteniéndola.
—Anya, por favor, escúchame.
—No estoy interesada en sus disculpas sinsentido, Monsieur Fiquet. Es impresionante que incluso alguien como el fantasma, siendo como es, haya creído en mí.
—Quieres decir alguien como Erik.
En un momento de descuido, en el que la joven se sintió amenazada y aterrorizada ante aquel nombre y perdió toda la fuerza del cuerpo, Gustave empujó la puerta, abriéndola por completo y adentrándose sin permiso en la mansión de los Faure-Dumont.
—No vuelva a pronunciar ese nombre maldito, Monsieur.
—¿Erik? —La joven atinó a cubrirle la boca.
—Deje de decirlo, por lo que más quiera. Usted nunca debe pronunciar el nombre del fantasma de la Ópera.
En cuanto sus labios dejaron de estar sellados por el tacto de la joven, el tenor arqueó las cejas, mirándola a los ojos.
—¿Por qué no?
—¿Confía en mí? —soltó una risita— ¿Qué digo? Por supuesto que no confía en mí, de hacerlo, lo ocurrido más temprano se hubiera evitado.
—Anya, por supuesto que confío en ti. Lo que pasó hoy fue un error, una tontería de mi parte, y no volverá a suceder, lo prometo.
—Monsieur Fiquet —dijo la muchacha al soltar un suspiro—, ahora mismo no estoy de humor para esto. Váyase, por favor. Olvídese de aquel nombre que no debe pronunciar, olvídese de lo que sucedió hoy, olvídese de mí. Sólo olvídese de todo y déjeme sola.
El otro se echó para atrás y se sintió más arrepentido que nunca, como que todo lo que había hecho era completamente erróneo. Cuando atravesó la puerta, una ligera llovizna lo recibió en el exterior, empapándole los cabellos castaños, el rostro y el traje. Miró a la Faure-Dumont una última vez antes de escucharla musitar un suave "adiós", y observar la puerta chocando contra la cerradura. Supo, entonces, que la acababa de perder, y que recuperarla sería lo más difícil que haría en la vida.
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Anya | El Fantasma de la Ópera
FanfictionPAUSADA Algunos lo llamaban fantasma. Otros lo llamaban bestia. Ella lo llamaba Erik. «El fantasma de la ópera existió. No fue, como se creyó durante mucho tiempo, una inspiración de artistas, una superstición de directores, la grotesca creación de...