c a p í t u l o d i e c i o c h o

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Capítulo 18

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Capítulo 18. Belladonna

La puerta de la habitación se abrió lentamente, dejando escapar aquel crujido tan familiar. La Faure-Dumont se mantuvo en silencio, recostada sobre su cama, mientras titiritaba sin hacer ruido alguno. No había cambiado sus prendas, pues Erik se había marchado sin darle una oportunidad de ducharse y no le apetecía ponerse el vestido limpio—al menos medio limpio—en un cuerpo bañado en sangre. El estómago se le retorcía del hambre y las lagrimas de antes se le habían secado debajo de los ojos, dejándole una sensación completamente extraña. Traía los brazos y las piernas bien erizadas, pues en una noche tan fría como aquella, la casa del lago era más helada que París en pleno invierno.

No se molestó en mirarlo. Quizá porque estaba confundida y todavía asustada por lo de antes, quizá porque se arrepentía de decir lo que había dicho. Pero escuchó los pasos de Erik—que, y estaba segura de ello, sonaban más fuertes y pesados que de costumbre—acercándose a la cama. No demoró mucho más en sentir el peso de su cuerpo en la orilla del colchón mientras se sentaba a su lado y soltaba un ligero suspiro. ¿Estará bien? Suena bastante extraño.

Transcurrieron un par de momentos en silencio, pero cuando escuchó que el joven se quitó el guante lentamente—extrañamente, puesto que él jamás hacía tal cosa—y sintió cómo le acariciaba la mejilla con una mano extrañamente humana y cálida, la Faure-Dumont no pudo evitar girarse a mirarlo de una manera un tanto brusca. Dejó escapar un pequeño grito de terror que pronto fue silenciado en cuanto la mano de aquel hombre se disparó hasta su rostro y le cubrió los labios con una fuerza que le entumeció las heladas mejillas.

Ese sujeto no era Erik.

Los pasos invadieron el lugar cuando entró otra figura alta y encapuchada. Dos. Tres. Cuatro hombres. Quizá incluso más. Uno la tomó de un brazo, al otro lado de la cama, el segundo le sujetó el otro. Lo mismo hicieron con sus piernas. La muchacha se jaloneó e intentó liberarse, pero eran demasiado fuertes.

Pronto, el primer hombre, aquel que había acariciado su rostro antes, la empujó firmemente ante la cama, retirando su mano de los labios de la Faure-Dumont, que comenzó a soltar gritos de desesperación.

Eran del mismo grupo de los que habían intentado raptarla horas antes. No cabía duda de ello.

—No tengas miedo, Mademoiselle —dijo él en un susurro lento que sólo le hizo sentir más temor. No reconocía aquella voz. No tenía idea de quién se trataba. Pero estaba completamente aterrada—. Hemos venido a llevarte a tu hogar.

Entonces, la joven dejó de gritar. Traía el pecho agitado y el corazón acelerado, las manos le temblaban y quería que la soltaran, pero escuchar esas palabras la calmó un poco.

—¿A mi... hogar? ¿Son ustedes la policía?

Todos comenzaron a reír, y pronto quizo gritar una vez más.

Anya | El Fantasma de la ÓperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora