c a p í t u l o o c h o

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Capítulo 8

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Capítulo 8. La voz de un ángel de la música

—Creí que teníamos un trato —espetó Erik en cuanto empujó a la otra al suelo de la pequeña habitación de decoraciones rojizas y un grisáceo piso de roca; y la Faure-Dumont se alzó, tras caer de cara, para girarse a mirarlo.

—Creí que me había dicho que fuera a donde quisiera, Monsieur. Eso era lo que hacía.

—¡No intentes burlarte de mí, Anya! ¿Sabes quién soy? ¡El fantasma de la Ópera! ¡Nadie se burla de mí!

—¡Y yo soy su inútil prisionera, señor! ¡Yo soy la víctima de su amor no correspondido, de su dolor incurable! ¡Pero yo no soy Christine!

—¡Te dije que la mantuvieras fuera de esto! ¡Y no es correcto que se me contradiga!

La joven soltó un grito de dolor, ya que el otro, dejando escapar una risa macabra, la tomó de las muñecas, retorciéndoselas contra sus propias manos esqueléticas—que aparentaban ser las de un muerto—y apretujándolas fuertemente, ocasionándole un dolor irremediable. Erik sintió la dulce piel de la muchacha quemándose ante su agarre, y miró cómo sus manos, que usualmente eran pálidas y delicadas, se tornaban blancas, blancas, blancas, para más tarde volverse moradas y temblorosas.

—¡Deténgase, por favor! —suplicó la joven—. ¡Me está lastimando!

—Oh, mi pobre Anya, ¿te estoy lastimando? ¡Pues haré mucho más que eso! ¿Quieres ser mi inútil prisionera? ¡Perfecto! ¡Porque voy a dejarte verdaderamente inútil! ¡Voy a hacer que quedes como un trapo inmóvil e inservible! —Se encontró a sí mismo disfrutando de aquello más de lo que debería. Llevaba cuatro años sin hablar con alguien, sin tocar a nadie, sin escuchar los sollozos y el sufrimiento de una persona agonizante; y a Erik, mirar a la Faure-Dumont retorciéndose en dolor frente a él, le recordaba a su época más esplendorosa en un París que le temía y le respetaba.

Pero pronto, la mirada del otro se nubló y su rostro se suavizó. "Erik, estoy sufriendo, estás lastimándome; por favor, tienes que detenerte" la voz de su Christine resonó en sus oídos, y recordó que aquella escena había ocurrido casi de la misma manera cuatro años atrás, cuando había caído en la trampa que su amada le había tendido para liberar a su prometido y al Persa de la cámara de los suplicios. En cuanto la soltó, la Faure-Dumont cayó por completo al piso y lo miró con odio, escupiendo una rabia que se sentía en toda la habitación.

—¡Jamás podría dejar de odiar a una bestia como usted! —Le dijo ella, y Erik miró sus propias manos, horrendas, huesudas, asquerosas; las manos de un asesino sin sentimientos.

—Te quedarás en esta habitación —musitó deganado—, hasta que entiendas que algunas veces debes abandonar tu valentía sinsentido y simplemente quedarte en silencio. Obedecer.

Se giró hacia la puerta y, tras salir, la cerró sin pensar en nada más, dejándola a ella atrapada en un cuarto del que no podía escapar; y a él, asustado de la propia bestia que tenía en su interior, de aquel asesino hambriento de sangre.

Anya | El Fantasma de la ÓperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora