El nombre del silencio

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Apareció una noche de improviso, se divisaba su figura frente a las puertas de la entrada del reino al extremo del puente. Fueron varios años los que transcurrirían hasta que se conozca el cómo llegó hasta allí; el si encontró su camino por casualidad, por conocimiento o por capricho del destino.

Como vestidura llevaba prendas raídas y maloliente que apestaban a sangre, a muerte y sufrimiento. Una especie de manta le cubría hasta los pies, como si de un costal se tratara. El cabello era una maraña sucia, densa y pegajosa; enmarcaba su frente y continuaba enroscada por su cuello, dejando solo sus ojos a la vista de los guardias que le habían encontrado. Sus ojos resultaban inexpresivos, vacíos y grises... profundamente grises, obligados a mirar al frente a pesar del cansancio. No emitía palabras, solo temblaba en su sitio.

Uno de los guardias se le acercó arrugando la nariz ante el olor: apestaba a orco, apestaba a enemigo.


El rey fue informado. Desde su estudio ordenó custodiar a la criatura, darle piedad en forma de agua y comida y, luego de dejarle descansar, interrogarle por su origen, raza y los asuntos que le traían a las puertas de su reino: Eryn Galen.

Poco fue lo que consiguieron. Mostraba mejor ánimo gracias a las atenciones recibidas, pero no respondía pregunta alguna. Pese a los esfuerzos de los elfos, lo único que obtenían era un leve murmullo de monosílabos que parecían no tener significado.

Los días pasaron y la situación exasperaba a sus cuidadores; nadie se atrevía a tocarle ni siquiera para arreglar su lastimera condición. Pronto los elfos empezaron a hablar, pues eran una raza de lengua ligera y una noticia como aquella era la novedad de las conversaciones.

Fue así como las habladurías terminaron por interesar al rey, quien decidió ver por su propia cuenta qué es lo que había llegado a sus cuevas. Desde la desolación de Smaug, ya hace unos dos años, el tiempo transcurría entre mantener a raya a las arañas y fortalecer los pasos principales. La vieja capital, Amon Lanc, seguía sumergida en las sombras, siendo ahora conocida bajo el nombre de Dol Guldur, y el poder oscuro escurría por el bosque a pesar de la ausencia del Nigromante. Los elfos silvanos añoraban su antiguo hogar, pero no volvieron a tomar posesión de la montaña ni de la fortaleza al sur, pues la oscuridad del lugar los repelía y procuraban mantener distancia.


Había sido un día soleado a mitades de la primavera, rayos de sol tenues se filtraban por los pasillos de la fortaleza, flores regadas por doquier en los jardines interiores. Durante la tarde Thranduil, el último rey elfo que habitaba la Tierra Media en esta edad, hizo un descanso entre los deberes y descendió de su trono para ir a conocer a la criatura que tantos rumores había traído a sus oídos. Habían pasado dieciséis días desde su aparición; hoy sería la primera vez que le viera.

Bajó por las escaleras de adoquinado que conducían a las celdas, estancias pequeñas con forma de bóvedas donde mantenían a sus cautivos. Le acompañaban un guardia y su hijo Legolas, el príncipe del reino. De noble temple y gentil sonrisa, Legolas era a la vez un alma dulce y tranquila como un elfo joven e impulsivo; a pesar de sus centenas de años mucho era lo que debía aprender antes de entender y practicar las artes de la sabiduría que profesaba su raza.

Al llegar encontraron a la criatura mirando el paisaje a través de las ventanas enrejadas de su celda. Esta era a la vez cómoda y fría, sus cuatro paredes daban seguridad a quien estuviera dentro, con la comodidad de estar en una habitación privada que incluso tenía una estantería con libros y un espacio de aseo. Era un lugar de descanso, una posada para invitados muy diferente de los calabozos situados a las afueras de la ciudad, reservados para los enemigos más grotescos, aquellos que no merecían compasión.

El ser estaba sentado en un rincón, la mirada fija en el correr del río y en los rayos del sol en su última hora. Aún tenía puesta aquella manta que olía a orco, el cabello tapándole el rostro; era una imagen a la vez intrigante y asquerosa.

La criatura ni siquiera volteó a mirarlos cuando abrieron las puertas y entraron en la recámara. El rey dio orden de que lo esperaran a distancia; mientras se aproximaba su rostro se tornó en una mueca de desagrado una vez percibida la esencia que emitía el motivo de su visita.

Exhaló de forma abrupta y la criatura volteó. Le miró a los ojos, con recelo y curiosidad. Una extraña sensación recorrió los brazos de ambos, como si de un golpe de electricidad se tratara. Thranduil pudo ver un leve resplandor en sus ojos grises como el cielo invernal, como la ceniza, encontró en ellos un destello de esperanza.

El momento fue largo, mantenían la mirada mientras la criatura se incorporaba en su sitio e iba acercándose a él. El rey presentaba, en toda su altura y forma, una magnífica representación de los antiguos guerreros, su espada relucía en el cinturón y la corona le daba un aspecto severo; sin embargo, no parecía tan siquiera intimidar un poco. La criatura, levantando la mano, hizo el ademán de tocarlo, pero tan solo rozó la piel y Thranduil sintió el ardor recorrer su cuerpo de un extremo a otro. Era un ardor que conocía desde hace siglos, el dolor de una cicatriz que jamás pudo curar, solo maquillar con magia y aprender a vivir con ella. La huella de una batalla que se llevó parte de su alma y desgarró lo que quedaba de ella: perdió a su pueblo, perdió amigos, hermanos en armas, perdió a su rey... su padre. El dolor del recuerdo ardía más que las quemaduras y no pudo mantener su máscara de belleza.

Fue ese dolor el que le hizo balancearse forzándolo a plantar los pies para mantener el equilibrio. En un parpadear, Legolas estaba parado frente a él y la criatura había caído al suelo a causa del empujón que el príncipe le dio, quien le apuntaba con una daga, amenazante.

-Legolas, ¡daro! - dijo el rey.

-Adar, déjanos lidiar con esto -respondió el príncipe, preocupado.

-Váyanse.

-Pero, adar.... -Legolas no se mostraba convencido.

-Me inquieta, ionneg, que dudes de mi capacidad para defenderme, aún de algo tan pequeño. ¿Será que me crees viejo? -dijo Thranduil sonriendo con ironía.


-Bueno... pero si lo prefieres, nos encargaremos. Estaré en los salones de entrenamiento -replicó Legolas con una sonrisa, no del todo convencido, y junto con el guardia salieron de la habitación tras una reverencia, dejando al rey y a la criatura.


Daro - alto
Adar - padre
Ionneg - hijo


Las Hojas del Destino - Un Romance de Thranduil y una humanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora