Regalos Inesperados

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Al llegar a las puertas de Esgaroth no hicieron falta presentaciones, el portón se abrió ante ellos y atravesaron los muros de piedra. «Tan solo han pasado tres años desde que quedó en ruinas...», pensaba Naí al ver las casas suspendidas en cimientos robustos, pasajes iluminados con farolas y calles empedradas. No era una ciudad élfica y no esperaba que lo fuera, sabía que no encontraría detalles en cada portón, esquina o escaño, y el aroma a pescado rancio que Faeren había descrito empezaba a pellizcar insistentemente su nariz.

Embarcaciones con barriles vacíos, oscurecidos por el uso, descansaban atados a puertos que se elevaban sobre el lago. Tejados de dos alas y variedad de canaletas eran evidencia de que la lluvia era un fenómeno recurrente en la ciudad; las otras tantas edificaciones sin terminar susurraban que, aunque se haya avanzado a zancadas desde la desolación de Smaug, largo trabajo pendía por hacerse.

Notó, también, que su pequeño grupo fue pronto el centro de atención de espectadores furtivos, quienes intentaban captar hasta el último detalle de lo que hacían los visitantes mirando a través de las cortinas de las ventanas, debajo de alguna escalera o entreabriendo las puertas en la oscuridad de la tarde, luego de la puesta del sol. Los niños eran menos sutiles, algunos fingían tropezar en el camino de la comitiva para poder acercarse más a los elfos, al rey sobre todos.

Thranduil avanzaba impasible, el rostro levantado continuando su camino sin mirar alrededor, sin cambiar su postura hasta que fueron presentados ante el gobernador. Este, era un hombre flacucho y huesudo, tenía una corona de cabello cenizo y pequeños ojos opacos. Naí no llegó a oír su nombre. El rey y Maethor se sentaron en una mesa junto al gobernador y sus allegados; el resto de la pequeña comitiva de tres elfos: Authest, Aphadon, Liriad, dos elfas: Bruineth y Golwen y Naí, fueron atendidos por las doncellas de la ciudad.

Era la primera vez que descubría qué tan distintos eran entre sí los primeros y segundos hijos de Ilúvatar. No podía dejar de pasar sus ojos de los rostros de sus conocidos a las caras, manchadas y arrugadas, del gobernador y algunos hombres y mujeres presentes. Todo le resultaba diferente.

En una mesa cercana, una mujer mayor instruía a dos muchachas con información sobre los invitados que estaban recibiendo: las voces y los gestos eran marcados, fuertes, exentos de gracilidad. Se miraban entre ellas y luego al grupo de elfos, cuchicheaban en complicidad bajando la voz e, incluso, procuraban susurrar las palabras; pese a los esfuerzos por ocultar su charla, Naí podía oírlas como si estuvieran a su lado y estaba segura de que por lo menos Liriad también las oía, pues sus labios se tornaron en una mueca imperceptible cuando las muchachas admiraban su perfil.

Después, estaban los rostros. Las muchachas más jóvenes tendrían la edad de Naí pero ella no lo sabía. Su forma de ver las edades estaba sesgada por el transcurrir diluido del tiempo cuando se vive entre elfos. Podías decir que unos eran mayores solo por la forma en que sus ojos reflejaban la luz, los ojos de aquellos con más experiencia y heridas en su haber parecían tener profundos abismos donde la luz se perdía demorando en volver al exterior. Mas estas mujeres eran distintas, sus rostros sonrosados por el calor de la fogata y el éxtasis de los nuevos llegados mostraban marcas que una elfa jamás tendría. Al reír, pequeñas líneas nacían desde la comisura de los ojos y la nariz se arrugaba, líneas que no desaparecían al cambiar de expresión y se acentuaban con la edad tal como evidenciaba el rostro de la mujer mayor.

Estaban también los labios cuarteados, los pómulos bajos, las líneas en la frente y los cabellos blanquecinos asomando debajo de los pañuelos en el cabello. Eran rostros vivos, despiertos, alegres. Rostros que justificaban las marcas de la premura de una vida fugaz.

Añadiéndose a todo ello, la ropa jugaba su propio papel al momento de acentuar esta discordancia entre razas.

En la mesa donde se encontraba Thranduil, el gobernador acaparaba la conversación. Migas de pan a medio masticar asomaban entre los dientes mientras hablaba. Dio un sonoro sorbido a su copa y siguió su monólogo, escupiendo gotitas de saliva entretanto. El rey no pareció inmutarse pero Maethor era menos entendido en la sutileza del disimulo de sus emociones, de haber tenido la opción de cambiar de mesa lo habría hecho sin dudar.

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⏰ Última actualización: Apr 04, 2020 ⏰

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Las Hojas del Destino - Un Romance de Thranduil y una humanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora