La primera decisión

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Estando a solas Thranduil se volvió a mirarle de nuevo. En sus ojos vio un sentimiento diferente a la curiosidad de hace un momento: proyectaban un aura de miedo. «Predecible»—pensaba, pues tener miedo era el siguiente paso tras ver la huella vertida en su rostro hace ya tantos siglos por aquel fuego. Esto en realidad no le importaba, no buscaba impresionar. Gran curiosidad le carcomía por dentro, quería saber más sobre este ¿humano?, le resultaba sumamente interesante. Los misterios se ciernen sobre el mundo unos como cuentos, otros como leyendas o mitos.

Esta criatura era un misterio para él y, aun no siendo el más sabio de los elfos ni el más antiguo de los habitantes de la Tierra Media, deseaba develar para sí el origen de aquella aparición, a lo mejor era insignificante, pero era suyo. Era un juego, acomodar las notas para crear música y llenar el vacío. La intriga creció ahora que había visto un destello de color en sus ojos opacos. Quería entender qué ser era, pues sabía que no era un orco ni un trasgo; guardaba un aura femenina pero no era mujer ni elfa y, definitivamente, no tenía el arrebato suficiente para ser una enana.

—No temas, no te haré daño —decía Thranduil mientras se agachaba para quedar a su altura—. Lo prometo.

Le miraba con sus grandes ojos de color azul. La maraña de cabello lo estudiaba acurrucada desde una esquina al principio con recelo, después con entendimiento. Lo miró y se perdió en sus ojos, aunque ya no dio indicio de querer volver a acercarse a él. No era una mirada romántica, menos aún pretenciosa; casi estaba conteniendo la respiración, tratando de entender las intenciones que venían detrás de palabras cuyo sonido desconocía.

—Pro ... pro ... eto —intentó repetir con el mismo tono que el rey le dio, pero con un aire interrogativo, como queriendo cerciorar que había entendido bien la intención, como queriendo asegurarse de que podía confiar en él—. ¿Prom...eto?

Aunque la voz salió entrecortada en los matices agudos y dulces del sonido que brotó confirmó lo que estaba pensando: era algo femenino. Las dudas inundaron al rey y fue en ese momento, en el corto lapso que la visitante usó para formular tartamudeando su pregunta, en el breve sonido que emitió su garganta, que su primera decisión fue tomada.

Aguzó la mirada, dibujando una sonrisa al ver su propia intriga reflejada en ojos ajenos. Thranduil se embriagó en lástima y confusión, pero la precaución no lo abandonaba pues, si bien parecía algo inofensivo, su visita llevaba por vestidura harapos de procedencia innombrable y el cómo se había hecho con ellos generaba imágenes, como menos, sombrías.

—Sí, lo prometo —sentenció, suavizando la mirada—. Mañana serás libre.

Levantándose de su sitio y girando sobre sus talones salió de la celda abovedada, cerró las rejas y le dio una última mirada a la criatura que del fondo de su prisión no había osado moverse. Aunque nadie lo notara, el rey sonrió.


La mañana del día siguiente llegó sin contratiempos, Thranduil terminaba los últimos detalles y estaba presto para partir.

—Adar, ¿con ánimos de un paseo? —Legolas había visto a su padre alistando un caballo—. ¿Qué uso tienes pensado para esa carreta?

—Una salida a la laguna del sur, tengo un presentimiento sobre nuestro visitante —respondió el rey terminando de ajustar la carretilla al animal.

—¡A Nénaldor!, qué estás tramando...

Thranduil sonrió, ensimismado, mientras salía camino a la estancia del día anterior. Sin entrar, indicó a los guardias que el momento había llegado.

El caballo pastaba mientras le sujetaban la carreta; sobre la carreta una caja, cuadrada y de madera, con barrotes en un lateral; dentro estaba la criatura. Partieron camino a la laguna, una vez fuera del alcance de los exploradores y de la vista de cualquier elfo del Bosque Negro, el rey detuvo su paso, desmontó y se le acercó.

"Naí" le habían puesto por nombre los guardias, al parecer era la única palabra que había pronunciado desde su llegada. Su actitud reflejaba un claro apego a su nueva prisión, junto a un ciego temor de mirar más allá de esa pequeña celda. Podía decirse que sentía seguridad en el espacio que poseía, donde con la mirada podía controlarlo todo.

Pero ni el más sabio de los altos elfos sería capaz de descifrar el misterio que guardaba en sus pensamientos. Es así como jamás se sabrá qué hubiera sucedido si Thranduil limitara su acción a dejar en medio del bosque, rejas abiertas, la carga que llevaba. Tampoco se sabrá cuál habría sido el destino del mundo si, en un arrebato de locura y con la sencillez de las artes de la muerte, Thranduil hubiera enviado el alma de la criatura a las estancias de Mandos o a los círculos exteriores del mundo o a donde fuere que un ser así sea destinado al morir, pues solo el destino de los elfos es conocido. Ni se sabrá tampoco qué sería de esta historia si le hubiera guiado al camino más cercano, dándole abrigo y provisiones, mirándole partir.

—Sígueme —dijo él.

Aunque no se comprendían en palabras, los gestos daban a entenderlo todo. La criatura lo siguió y anduvieron en silencio por caminos que adentraban en el bosque hasta llegar a un prado libre de árboles, donde asomaba una colina cubierta de hierba y flores que resplandecían ante la luz dorada del sol de la tarde.

Era un lugar extraño, liberado de la sombra que cubría al Bosque Negro, y en su aire se respiraba tranquilidad. De la colina brotaba un manantial que caía entre las rocas como una cortina de agua clara y formaba la laguna tornasolada, verde y azul, de apariencia pacífica y profunda. A un lado de la laguna nacía imponente el único árbol en ese espacio; semejante al alcornoque, con tallo robusto y la copa tupida llena de hojas que titilaban con la brisa.

Hace siglos habría sido un lugar de reunión, donde incluso se celebraban matrimonios, festivales y fiestas de remembranza. Su antiguo rey, Oropher, siendo un elfo sindar fue elegido como líder tanto de su pueblo como de los elfos silvanos que habitaban el bosque, y en su sabiduría procuró combinar las culturas, harmonizando tradiciones y respetando el legado que heredaba del pueblo que los acogía. El éxito de sus acciones fundó las raíces del pueblo que es Eryn Galen; solo la sombra de Sauron, llenando de temor sus corazones, fue capaz de alejarlos de las tierras que amaban.

El paraje donde llegaron lo conocían los elfos como Nénaldor. Se decía que el manantial traía sus aguas por canales que iban más profundo que el mar, iniciando su camino en las mismas tierras imperecederas, y que quien en ellas se sumergiese quedaría libre de enfermedad y que el mal no podría soportar ni el más leve de los rocíos ni la más breve de las gotas. Todo esto los elfos contaban, querían y creían, y aunque el agua era pura, clara y dulce, e incluso pudiera tener dones curativos, jamás se supo de su poder contra mal alguno, pues el mal no se aventuraba a asomar sus fauces a Nénaldor.

Fue en este lugar donde Thranduil indicase a la criatura que se despojara de sus prendas y entrara al agua. Era evidente su necesidad por limpiar del cuerpo los rastros de largo camino y así lo hizo, vacilante por el pudor que teñía sus mejillas de carmesí. Mas los elfos no necesitan palabras para entender los sentimientos y, en un tercer acto de confianza, Thranduil le dio espacio para proceder, y esperó reposando en una gran piedra con los ojos fijos en el suelo.

Pasó tiempo hasta que salió del agua y Thranduil aún no ha olvidado la impresión que le causó la primera vista de quien se conocería como Naí desde ese día y hasta el final de esta historia.

Era una mujer. La piel clara, como una mezcla de la luz de la luna y el susurro del sol; los ojos como alejandritas talladas para encajar en su rostro, sin rastro del gris que los teñía antes. El cabello, la tonalidad de la cornalina, resplandecía con el sol y brillaba, era una visión imponente de belleza donde lo que menos importaba era la desnudez. Cuando salió de su asombro, Thranduil tomó su capa y la cubrió, pues aún recordaba los sentimientos de vergüenza que había percibido. Largo tiempo se miraron, conversando sin palabras el uno con el otro. Entonces, Naí lo tomó de la mano y realizó su primera decisión.


Adar – padre


Las Hojas del Destino - Un Romance de Thranduil y una humanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora