Recuerdos

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¡Bum! ¡Bum! Un mazo cayendo sobre hierro.

Dolía. Hacía frío, el suelo era frío, la piedra era fría.

Su cuerpo desnudo estaba empapado, temblaba. El miedo le erizaba el vello de la nuca y hacía que los dedos se le encogieran. Estaba hecha un ovillo contra la junta de dos paredes pegajosas, mirando al orco sumergido en la tarea de martillar el hierro ardiente de una futura espada. ¡Bum! ¡Bum!

—Caballo, otra vez caballo, caballo de elfo—dijo otro orco al que martillaba. Escupió al suelo ¡Plac! Gotas de saliva rebotaron hacia su esquina, cayeron sobre su piel.

—Puedes comerte al elfo en su lugar —respondió el orco golpeando el hierro otra vez.

¡Bum!

—No... pero prefiero comer carne fresca —se acercó a Naí, la agarró del cabello levantándola. Las cadenas chillaron contra la piedra, y cuando sus pies quedaron al aire rasgó su mejilla y lamió el líquido rojo que lo empapó—, mmm caliente, dulce... podemos asarla o no, mejor la comemos como está, primero las piernas para que no enfríe, luego un dedo y otro...

—Lo único que vas a comer hoy es caballo —el orco que martillaba le puso la espada en la garganta —, el amo ha ordenado que no la toquemos.

—¡El amo, el amo!... digamos que murió sola, nosotros solo aprovechamos su cuerpo—dijo apretando la garganta de Naí, hiriendo la piel de su cuello.

Se ahogaba. ¿Iba a morir?

El primer orco presionó la espada y el captor soltó el agarre. Hubo gruñidos, empujones y el sonido de metal estrellándose contra el suelo. Naí tomaba bocanadas de aire, le dolía respirar; el calor y el humo del ambiente empeoraban su agonía.

El sonido de un cuerno espantoso y estridentes campanas detuvo la acción, era hora de algo. ¿De qué?

—El amo la quiere viva, ¡largo antes de que tu cena sea caldo de elfo! —dijo el orco botándolo a empujones del lugar, luego volteó a mirarla. Dudó. Recogió un saco viejo y vacío y se lo arrojó. Sin decir nada, dejó la hoja afilada sobre la mesa y pareció irse. Naí se envolvió en la tela. Temblaba, hacía frío.

Pasos apretados. Un grito de dolor, de horror, que desgarraba los oídos. Llanto.

Voces grotescas en murmullos se elevaban retumbando en las paredes.

Cuatro orcos entraron lanzando el cuerpo sobre la mesa. Se movía, se retorcía peleando por su libertad, buscando zafarse del agarre antes de que encadenaran sus esperanzas. La ropa rasgada, llena de podredumbre; el hermoso cabello pegoteado en mechones con sangre brotando desde su sien, que surcaba su camino por el rostro hasta morir en el cuello de la camisa. Giraba su cabeza ahora que el cuerpo estaba sujeto a la voluntad de sus captores; las pupilas dilatadas no pestañeaban, desorbitadas y sin cerrar los ojos buscaba un escape.

A Naí le perturbaba su propia mente. El elfo era hermoso, era lo más hermoso que había visto en años —o eso creía, aún con la carne magullada y las heridas abiertas, rojas, negras; aún con el pánico que exhalaban sus labios. Era magnífico y nada en aquel lugar se le comparaba. ¿Estaba bien pensar así? Le daba lástima, y hubiera querido ayudarlo de estar en sus manos, le hubiera soltado las cadenas y limpiado las heridas, pero ahora... ahora solo quería que terminaran, que lo mataran sin hacerle más daño. Deseaba que le dieran una estocada y acabaran con la tortura, que el espíritu dejara el cuerpo y la carne se tornara gris. Los ojos perderían brillo y así el elfo libre. ¿Así se veía la muerte de un elfo?

Las Hojas del Destino - Un Romance de Thranduil y una humanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora