Capítulo 4 - Primera parte

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ESCRIBE VÍCTOR


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EXTRACTO DE LA LIBRETA


El oasis que representa un ingreso a media jornada en un lugar como en el que me encuentro es más que un bebedero de experiencias o una bocanada profunda de aire fresco y puro.

Se trata del stop, en muchos casos, a una vida en cuya base están enraizando prácticas que pueden o están poniendo en serio riesgo a la persona que hay detrás, moviendo los hilos, ejecutándolas.

Conocí este lugar hace ya algún tiempo, algo así como tres años, donde lograron que un avión en llamas aterrizase y fuese reconstruido buena parte de su fuselaje.

Lo que la doctora Hamp no pudo hacer fue una reparación completa del motor.

No me quejo.

Regresé a los grandes objetivos, a los sueños que se difuminan en el horizonte de lo utópico, hasta que el tiempo y una mala gestión de vida me han hecho regresar aquí, esta vez a pie y con poco más que una mochila con esta libreta a mis espaldas.


– ¡Déjame leer esto! – Resolución, el viejo amigo del escritor de esas líneas, el personaje que representaba cuanto su nombre acarreaba, arrancó la libreta de sus manos para leer detenidamente su contenido.

– Deberías ser más educado... ¡Aunque a estas alturas no creo que los modales importen mucho aquí! – La carcajada le era más que familiar. Resolución y Experiencia solían ir juntos a menudo, si todo estaba en relativo orden. El escritor cayó en la cuenta de que ambos vestían de invierno.

<< Déjate llevar Joel >> Por lo visto, también estaba Conciencia.

Haciéndole caso al instante, comenzó a sentir como un gélido frío se colaba a través de su camiseta sudada. Poco después, comenzó a tiritar descontroladamente.

Resolución le lanzó su chaqueta de esquiador, bufando como con mofa al viento que venía de las montañas que les rodeaban.

Experiencia se le acercó mientras se ataviaba: – Ven con nosotros, hay algo que tienes que ver.


Horas más tarde se encontraba enfrente de Ellen Hamp. Tenía los labios blancos por el coco y la cara embadurnada en crema solar. Descansaba sobre un tumbona en la base de las pistas de esquí.

Cuando Joel echaba la vista atrás en busca de sus amigos, solo veía un sobrecargado reguero de gente entre el cual tan solo deseaba encontrar a su familia.

– Están donde siempre, Joel. Todos, en parte, estamos en tu interior.

La doctora le tranquilizó con esas palabras.

Su hermana estaría en la pista verde, aprendiendo a una tierna edad. O quizá estaría en las pistas azules con el resto de su familia en un tiempo diferente.

– Ve a buscarles.


Cuando Joel bajó del telesilla, la jornada estaba acabando. Se encontraba en ese punto en el que el sol se ocultaba en el horizonte y un gris desesperanzador pintaba cada árbol, cada roca, cada placa de hielo.

Se asomó a las diferentes pistas solo para encontrarlas desiertas.

Tuvo ganas de llorar.

Sabía que si se tiraba por la más peligrosa todo podía acabar.

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– ¿De qué trata? – El camarero esperó unos minutos desde que Joel cerró la libreta para preguntarle por lo que había escrito. Descarado, sí, pero no por ello menos amable.

Joel hizo una mueca de sonrisa en un atisbo de feliz satisfacción.

– Un viaje... – Respondió.

– ¡Oh, es bueno viajar! – Mientras rellenaba su taza de té, Joel miró su reloj y calculó cuánto tiempo llevaba Irene reunida con Ellen. De hecho, estuvo convencido de que se había quedado atrapado en su escritura hasta el punto de aislarse de cuanto había ocurrido en ese tiempo.


Buscó a sus compañeros más allegados, y le extrañó la ausencia en la barra de la taberna de Paula, por la que preguntó al camarero.

Entonces su atención quiso dividirse, pero se quedó clavada en los ojos del camarero, que no eran otros sino que los ojos de Experiencia, que muy serio y arqueando las cejas, quería enmudecido advertirle de algo. De fondo, un llanto desconsolado. Era Aida.

Entre el alboroto la puerta de Hamp se abrió por segunda vez esa mañana.

– ¡Terapia de grupo, Paula, Aida, Joel, para adentro!


Pasaron lo que a Joel se le antojaron horas. El caso es que para cuando entró Damián alertado por la alarma de incendios, la escena grotesca a la que asistió le dejó helado.

Irene en pie con la vista perdida en una pared.

Joel sollozando y balbuceando arrodillado en el suelo.

Paula temblando sentada frente a Ellen Hamp, que inhalaba el humo de una larga calada a un porro que pasó con elegancia a Aida, apoyada sonriente en una de las ventanas.

– Damián, ¡Qué sorpresa! Anda querido, cierra la puerta y quédate con nosotros...

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