Capítulo 1: El nuevo interno

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El coche, un Citroën del año 35 aún no requisado por los nazis, descendió serpenteando el camino de tierra.

—¡Mira! ¿No es eso de allí? —le preguntó la mujer a su marido, quien asintió sin apartar la mirada del volante. 

En el asiento trasero del vehículo, Joan, el hijo adolescente de la pareja, miró por la ventanilla con curiosidad. Soberbio tras la sucesión de colinas, el internado de Saint Martin emergió como una mole de piedra en mitad de aquel apartado valle rodeado de bosques.

Se trataba de un antiguo monasterio del siglo XII, que había pasado a convertirse en un internado para huérfanos de París tras la invasión nazi.

Tras culminar el descenso, el Citroën alcanzó la muralla que rodeaba el edificio y dejó oír su claxon. Ante su insistente llamada, uno de los monjes abrió el portón y permitió el paso del vehículo, que avanzó hacia el interior. 

Desde el mirador de la torre más empinada, su paso fue seguido con interés por Maxime Gautier, el director del internado.

Su hijo Gauvin se devanaba los sesos frente a un tablero de ajedrez.

—No lo pienses más, hijo —le habló Maxime sin tan siquiera dirigirle la mirada—. Es jaque mate... otra vez. 

El joven abatió los hombros y se dio por vencido. 

Sin apartar su mirada del ventanal, Maxime observó cómo el coche aparcaba en sus dominios. 

De su interior no tardó en descender su futuro alumno: Joan Sagace.


Los padres del chico se personaron pronto en su despacho.

—Excelentes calificaciones... Un expediente envidiable. Sin duda que su hijo no tendrá ningún problema en adaptarse —aseguró Maxime a la joven pareja tras hojear los informes escolares de Joan.

—Muchas gracias por aceptar a nuestro hijo en su internado pese a no ser huérfano, monsieur Gautier —agradeció el marido al director—. Ya se imagina usted lo apurada que resulta nuestra situación en estos momentos.

—¿Hacia dónde se dirigen?

—Tenemos intención de cruzar la frontera hacia Bélgica y de allí pasar a Inglaterra. Mi mujer tiene familiares en Londres que podrían ayudarnos a embarcar hacia América. La Gestapo nos sigue los talones.

—¿Tienen pensado regresar algún día?

—Cuando la situación mejore; mientras tanto será imposible.

—Entiendo... —El tonodel director mostraba cierto reproche; abandonar su nación era para unfrancés sinónimo de cobardía. 

—Dígame, señor monsieur Gautier, ¿de verdad Joan estará a salvo en este lugar? —preguntó la madre preocupada.

-Pueden estar tranquilos; ya tiene 14 años. Créanme: sobrevivirá.


Joan mientras aguardaba en uno de los patios del colegio junto a su pequeña maleta.

Su llegada al internado no tardó en despertar la curiosidad de los internos.

Tres de ellos se acercaron hasta él con intenciones poco acogedoras.

—¡Eh, tú! ¿Te ha traído tu mamaíta a la escuela? —le preguntó el que parecía ser el cabecilla—. No serás acaso un gallina, ¿verdad? Yo creo que sí, que es un auténtico gallina —continuó el chico, volviéndose hacia sus amigos.

El muchacho comenzó entonces a cacarear, animado por las risas de sus compañeros. 

A Joan en cambio demasiado le preocupaba su situación personal como para prestar atención a aquel chico, en cuya hostilidad injustificada se descubría a un verdadero cobarde.

Así que ignoró su presencia y llevó su mirada hacia los campos que rodeaban el internado. 

Sobre la cima de un terraplén cercano, un viejo caserón abandonado llamó su atención. Parecía caerse a pedazos y sus amplios vanos, huérfanos de cristales, semejaban gargantas tenebrosas en las que el viento debía aullar con furia las noches de ventisca. Ya a plena luz del día daba espanto contemplarlo. El bravo corazón del muchacho se horrorizó al presagiar el tétrico espectáculo que debía presentar el edificio al anochecer. 

—¡Cobarde, gallina! ¿No os lo dije? Es un auténtico gallina —continuaba provocándole el chico.

Como toda réplica, Joan dirigió hacia él su mirada serena. Al sentir su calma y su nobleza, el chico calló por un instante, avergonzado de su actitud.

En ese momento, los padres de Joan salieron por una de las entradas del edificio que desembocaba en el patio. 

Joan fue a reunirse con ellos. 

—Adiós, Joan —se despidió la madre acariciándole las mejillas en tanto que el padre arrancaba el coche.

—Me abandonas...

—Joan, ya te he dicho que sólo será por un tiempo, hasta que la situación se calme y podamos regresar a París. Entonces todo volverá a ser como antes.

—¿Me lo prometes?

—Sí, Joan; pero por el momento tu padre y yo no podemos permanecer aquí por más tiempo. Hemos de irnos lejos, muy lejos, cuanto más mejor, y es mejor que tú no nos acompañes. Corremos grave peligro en Francia, Joan.

—¿Por qué no puedo ir con vosotros?

—Te lo he explicado un millón de veces: Nos buscan, Joan, como a tantos otros miembros de la Resistencia. No queremos ponerte en peligro. Aquí estarás a salvo.

El rugido del motor del Citroën aceleró la despedida.

—¡Adiós, Joan! Prométeme que no nos guardarás rencor.

—Te lo prometo, mamá. 

La mujer subió al coche antes de que el llanto marchitase sus hermosas mejillas.

—Ya lo verás, Joan, aquí estarás a salvo... Mejor que en cualquier otra parte, créeme –le aseguró tras la ventanilla.

—¡Adiós, madre! ¡Adiós, padre!

—Cuídate, hijo —se despidió el padre.

—Joan —continuó la madre—: imagínate este sitio como un paraíso aislado de la guerra. Como un remanso de paz sin preocupaciones.

—Madre...

—¡Te quiero, Joan! Volveremos a por ti, te lo prometo.

La mujer no pudo mantener por más tiempo su mirada en el hijo al que abandonaba. Desconsolada, ocultó su tristeza entre sus manos y se entregó al llanto. 

Instantes después, el coche cruzaba el portón y se perdía entre una humareda de polvo y tierra.




El Internado de Saint MartinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora