Capítulo 17: ¡Hay que escapar de Saint Martin!

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Durante la misa del dí­a siguiente, los chicos pensaban en otro sacrificio distinto de el del cuerpo de Cristo.

-Perdón, Joan, por haber dudado de ti -se disculpó Pierre, sinceramente arrepentido.

-No te preocupes, Pierre. Era normal que dudases. Todos estamos muy alterados.

-Tú no.

-Porque ya no dudo.

-Es cierto... Ya ninguno dudamos.

-Así es.

-¿Sabes? En el fondo estoy contento de que todo esto ocurra.

Joan miró a su amigo extrañado.

-De que no sea una broma para hacerme sufrir, como llegué a sospechar -se explicó Pierre-. De que no estéis en mi contra. Que todo eso no haya sido más que invención mía. No hubiera podido soportarlo de haber sido cierto. Estoy contento de que esto ocurra, ahora, en este momento. De que estemos tan unidos. Estoy contento de poder confiar en alguien, Joan.

-Y yo estoy contento de haberte conocido, Pierre.

Fray Theodovicus, que oficiaba la misa, recordó a los fieles el momento de darse la paz. 

Joan y Pierre se estrecharon las manos.

En el banco preferencial Maxime hizo lo propio con los frailes y tutores, a quienes parecía felicitar por su labor de la noche pasada.


Durante el descanso del mediodí­a, Joan y los chicos debatían sobre los terribles hechos de los que habían sido testigos la noche de actos.

-Curcuff no se merecí­a este final -dijo Legrand abatido.

-Ni los Pignon, ni Pussé... ¿Os dais cuenta? Ya nunca más volveremos a verlos -habló Simonet con lástima.

-En eso consiste la muerte.

-¡Malditos hijos de puta! -clamó Pierre con rabia contenida.

-Está claro que hemos de escapar de este lugar o puede que tarde o temprano acabemos como nuestros compañeros -advirtió Joan al resto.

-¿Cómo vamos a escapar? Esto es como una prisión -repuso Legrand-. No podemos huir a ningún sitio. Y aunque huyésemos y lográsemos sortear los controles nazis, ¿quién se iba a creer nuestra historia? Serí­amos devueltos al monasterio de inmediato.

-Legrand tiene razón -coincidió Simonet-: Huir parece imposible, al menos hasta que la guerra acabe. Y la guerra parece no tener fin...

-Estados Unidos ya ha enviado su ejército -señaló Pierre ilusionado-. Pronto invadirá Alemania y derrotará a Hitler. Entonces vendrán a salvarnos, estoy convencido de ello.

-¡Qué dices! Si ni siquiera saben que estamos aquí. 

-Acabe pronto o no la guerra, lo que es seguro es que nadie sabe el tiempo que estaremos aquí­ -zanjó Joan la discusión-. Así­ que, como os digo, hemos de procurar escapar de este lugar cuanto antes. Y habremos de hacerlo por nuestros propios medios.

-Si al menos contásemos con alguna ayuda... Si pudiésemos transmitir una llamada de auxilio... -anheló Simonet.

-Imposible -negó Joan rotundo-. Lo más probable es que todos los frailes y tutores del internado están implicados. Sólo hay que ver cómo le lamen el culo a Maxime.

-Es cierto. Hasta los monjes que te advirtieron del peligro parecen estar implicados.

-¿Y qué me dices de "el Obispo"? -Simonet se refería a fray Ravenius, uno de los capellanes del abad al que los chicos conocí­an por tal sobrenombre.

-Lo más probable es que también lo esté -juzgó Joan-. Hay algo en él que no me gusta...

-A mí­ tampoco.

-Lo mejor será no fiarnos de nadie. De pedir ayuda tendría que ser a alguien de fuera del monasterio. Alguien que nos creyese y a quien enviar nuestro mensaje de auxilio.

-Sí, ¿pero a quién? ¿Quién podrí­a visitar el internado?

-No te preocupes, ya se nos ocurrirá algo...

Varios aviones de guerra sobrevolaron el internado en esos momentos.

-¿Qué batalla se estará luchando ahí­ afuera? -se preguntó Legrand al verlos.

-Mejor preocúpate por la batalla que se luchará aquí dentro, Legrand.

Mientras Joan y los suyos cavilaban acerca de su futuro, Maxime les observaba con atención desde su ventanal junto a su tablero de ajedrez.

Poco después, Gauvin tocó su silbato y los chicos regresaron a la sala capitular para retomar sus lecciones.

En un rincón de la misma, Didier mantenía una acalorada discusión con su amigo Zapic.

-¿Qué es eso de escapar? ¿De qué diablos estás hablando, Didier? -le interrogaba el matón.

Su compañero Maude le secundaba:

-Sí­, tí­o. No me digas que te han comido el coco esos idiotas.

-Oye, capullo: ¿crees que os contaría todo esto si no fuese cierto? ¡Lo vi con mis propios ojos! A esos infelices los chamuscaron como a chuletas de una barbacoa -proclamó Didier encendido.

Harto de escuchar insensateces, Zapic hizo un gesto a Maude, quien enseguida acató la orden de su lí­der y propinó un puñetazo a Didier que le hizo caer al suelo fulminado.

-Vámonos, chicos, o llegaremos tarde a clase -ordenó Zapic a continuación.

-Eso, vámonos -habló Ferdinand, otro de los colegas de Zapic-. Y este mierda que se vaya con sus nuevos amigos de la clase de parvulitos.

Zapic concedió a su compañero una última oportunidad:

-Didier, ¿vienes con nosotros o qué?

Didier no acababa de decidirse.

El fanfarrón le dio un ultimátum:

-O nos acompañas, o te juro que los próximos huesos que encuentren serán los tuyos.

-¡Zapic, créeme! -suplicó Didier desde el suelo-. Este internado no es un lugar seguro.

-¡Estúpido idiota! Me avergüenzo de ti. ¿Cómo has podido dejarte engañar por esos idiotas?

-Déjalo, Zapic. Igual se chupan las pollas por la noche en el caserón -se burló Ferdinand.

-¿Cómo has podido aliarte con ese estúpido de Sagace y traicionarme?

-¡No te he traicionado! ¡Os he dicho la verdad! ¡Y más os valdría creerme!

-Tú lo has querido, Didier: estás definitivamente expulsado de nuestro grupo.

Zapic escupió sobre su amigo y se alejó junto a los suyos.

Al verle sobre el suelo, Joan se acercó a Didier y le tendió su mano.

-Lo siento, Joan: tenía que contárselo. Eran mis amigos -se disculpó Didier.

-¿Lo son ahora?

-No; ahora no son más que unos gilipollas.

-Bien dicho, Didier.



El Internado de Saint MartinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora